Me informan mis amigos de Madrid de que ahí ha llegado el otoño: hace frío, llueve con ganas y hasta se pueden llevar calcetines sin pasar calor. Y a mí me entra cierta envidia, ya que aquí seguimos con un veranillo que no se acaba nunca, aunque los meteorólogos de TV3 nos aseguran que la bajada de las temperaturas está al caer y las lluvias son inminentes. Si les hiciera caso, saldría a la calle cada día bien abrigado y acabaría sudando la gota gorda. Afortunadamente para mí, echo un vistazo al mundo exterior antes de frecuentarlo, veo las aceras llenas de gente en pantalón corto y camiseta, llego a la conclusión de que el calentamiento global ha convertido mi ciudad en un enclave con microclima caribeño y salgo al exterior vestido en consecuencia. Si a Joaquín Sabina le parecía que le habían robado el mes de abril, yo hace tiempo que tengo la impresión de que me han soplado la primavera y el invierno, ya que en Barcelona solo nos quedan ya un larguísimo verano y un ligero otoño que nunca cede el paso al invierno.
Conozco gente que está encantada con esta nueva climatología barcelonesa, aunque yo no me cuento entre ella. La vida ya se me antoja lo suficientemente cansina y repetitiva como para que, encima, vayan desapareciendo unas estaciones y mutando otras en algo que no se sabe muy bien qué es. Igual solo se trata de que me hago viejo, pero echo de menos los tiempos en que había primavera, verano, otoño e invierno.
Y aunque reconozco que el calentamiento global es un fenómeno, efectivamente, global, tengo la impresión de que Barcelona cuenta con un hecho diferencial en lo relativo a dicho calentamiento. Un hecho diferencial, además, en el que nadie parece reparar, lo cual me lleva a preguntarme si no me estaré volviendo majareta con mis agobios meteorológicos. Y diría que no. Y que no es normal que estemos a 15 de octubre (fecha en la que escribo esto) y me halle sentado ante el ordenador en camiseta, pantalón corto y descalzo. Dentro de un rato saldré a la calle (he quedado a comer con un viejo amigo) y me pondré una camisa, un pantalón largo (no porque lo necesite, sino porque soy incapaz de deambular en bermudas por mi propia ciudad) y unos zapatos (porque tampoco soy capaz de ir por Barcelona en chancletas). Pero será por cumplir mi particular expediente, no porque el clima me obligue a ello.
Esta situación solo puede hacer felices a quienes envidian el clima de las islas Canarias o de los países del Caribe. Gente renuente a los cambios, por pequeños que sean, cuya idea de la felicidad es pasarse la vida en calça curta. Los que creemos que la existencia ya es excesivamente rutinaria, solo necesitamos para desesperarnos del todo un clima sempiternamente inamovible como el que impera en Barcelona hace ya algunos años y que no parece alarmar en lo más mínimo a nuestras autoridades. Si esto sigue así, el verano durará de abril a noviembre, el otoño de diciembre a marzo y la primavera y el invierno pasarán definitivamente a mejor vida. Los barceloneses tendremos nuestro propio calentamiento global dentro del calentamiento global general, lo cual no parece que le esté quitando el sueño a nadie.
Igual hay que tomárselo como una bendición disfrazada, o blessing in disguise, que dicen los gringos. Como en Barcelona es imposible alquilar un apartamento a un precio razonable (la derecha y la izquierda se han puesto de acuerdo para que el derecho a la vivienda se convierta en una patraña más de las muchas que figuran en nuestra constitución), es posible que el clima se haya apiadado de nosotros y actúe de una manera que nos permite vivir en la calle y dormir en los bancos públicos y en los parques. Y ante el incremento del precio de los alimentos básicos, igual haya que empezar a comerse las palomas de las plazas. Igual estamos asistiendo al nacimiento de una nueva Arcadia y, mientras tanto, yo aquí, quejándome cual señorito viejuno y emperrándome en no apuntarme al progreso.