Tengo la impresión de que en Barcelona cambiamos de opinión con una alegría digna de mejor causa. Fijémonos, sin ir más lejos, en el asunto del tranvía por la Diagonal. El tema ya se planteó hace unos años y suscitó una hostilidad notable que le acabó costando el cargo al alcalde Hereu, tras un intento de salvar el cuello ofreciendo la cabeza de un secuaz municipal. En aquellos ya lejanos tiempos, la opinión generalizada era que el tranvía de marras costaba un ojo de la cara y no merecía la pena instalarlo en esa zona noble de la ciudad que va del paseo de Gràcia a la plaza Francesc Macià y que podía cubrirse tranquilamente con unos autobuses de diseño vanguardista que salían más a cuenta. De hecho, no sé ustedes, pero yo ya no recuerdo de quien fue la idea del autobús que recorriera la zona más pinturera de la Diagonal. Lo que sí recuerdo es la virulencia de la oposición a la idea, cuyos representantes --entre los que abundaban los arquitectos-- se habían tomado lo del tranvía como una ofensa personal.
Yo, la verdad, no sabía muy bien qué pensar. Escuchaba atentamente a los defensores y detractores del tranvía por la Diagonal y solía acabar dándoles la razón a ambos. Sí, la cosa costaba, al parecer, un ojo de la cara, pero la idea de recorrer la Diagonal en tranvía me parecía bonita y poética y hasta me hacía ilusión. Vamos a ver, en el fondo me daba lo mismo que me pusieran el tranvía o un autobús: por eso no fui a votar al referéndum que se organizó al respecto. Supongo que mi escasa dedicación al transporte público contribuía a dejarme fuera de la controversia: vivo en el centro de Barcelona y voy a todas partes andando, salvo cuando debo dirigirme al quinto pino, momento en el que me subo a un taxi. Como no usuario del autobús o del metro (a veces hago una excepción con los Ferrolans, a los que me aficioné a la fuerza cuando iba a la universidad de Bellaterra), lo del tranvía por la Diagonal me la soplaba bastante. Si me lo colocaban, bien. Si no me lo colocaban, también. Pero reconozco que esa no era la actitud más extendida entre mis conciudadanos.
Si no recuerdo mal, parte de la oposición social al tranvía venía de los comercios de la Diagonal, que veían en ese medio de transporte un obstáculo para la libre circulación de clientes de tiendas, bares, restaurantes y demás (ahora no sé si estaba previsto reducir las aceras y ampliar el paseo central o si me lo estoy inventando, pero juraría que se daba algún problema de ese estilo). El caso es que el plan del tranvía por la zona noble de la Diagonal no tiró adelante y todo se quedó como estaba. El tranvía podía recorrer otras zonas de la Diagonal, pero el tramo comprendido entre el paseo de Gracia y la plaza Macià era sagrado, off limits, imposible.
Hasta que dejó de serlo.
Un buen día, el ayuntamiento volvió a la carga con lo del tranvía por la zona más guay de la Diagonal y los que se oponían al tema años atrás callaron como muertos. De repente, el tranvía ya no era una antigualla absurda y onerosa, sino un ejemplo de sostenibilidad de la buena. Y el viejo y combatido proyecto tiró adelante sin que nadie se echara las manos a la cabeza ni se le pusieran los pelos como escarpias. Yo, a todo esto, seguía en mi línea de pensamiento pusilánime (la última vez que intenté hacer algo por mi ciudad fue en los años 90, apuntándome al movimiento anti Subirachs que pretendía interrumpir el proceso de afeamiento de la Sagrada Familia, movimiento que no consiguió nada porque Pujol había decidido ya por todos los barceloneses que lo que le convenía al edificio de Gaudí era una sobredosis de ángeles tiesos y encarcarats, marca de la casa Subirachs), y continuaba dándome lo mismo que me pusieran el tranvía por la Diagonal o que no me lo pusieran. Eso sí: me pasmaba la falta de resistencia al proyecto; ¿dónde se habían metido los detractores del tranvía?
Ahora la cosa se reduce a si cubrimos de una sola vez el terreno que va de Verdaguer a Francesc Macià o si abordamos el asunto en dos fases: la primera, hasta el paseo de Gràcia; y la segunda, de ahí a la plaza antes a nombre de Calvo Sotelo. Los comunes están por tirarlo todo para delante de una tacada; los sociatas prefieren ir por partes. ¿Pero donde se han metido los que hace años sostenían que esto del tranvía era un despilfarro lamentable y un culto absurdo a lo rancio? Lo que hace años era intolerable, ¿es ahora lo más normal del mundo? Insisto en que a mí me da lo mismo que me pongan un tranvía por la Diagonal o que no me lo pongan. Pero experimento cierto pasmo ante la actitud de mis conciudadanos, capaces de que se la sople algo que hace unos años les parecía una cuestión de vida o muerte.
La verdad es que solo me explico esta situación recurriendo a eso que los anglosajones definen como worst case scenario. Es decir, que estamos todos tan preocupados por nuestra situación personal que lo que haga el ayuntamiento, aunque nos afecte a todos, no logra captar nuestra atención, obsesionados como estamos por llegar a final de mes, por ser capaces de pagar el alquiler y, en definitiva, por sobrevivir. Es una posibilidad un tanto apocalíptica, pero cada día más verosímil en una ciudad que se está convirtiendo rápidamente en un timo en constante crecimiento.