La futura conversión del cine Comèdia en un museo Thyssen solo puede ser calificado de buena noticia, aunque solo sea para acabar con el monocultivo de tiendas en que consiste el paseo de Gràcia (de hecho, hay un par de negocios de ropa que se resisten a cambiar de localización para permitir que el futuro museo se pueda extender a gusto: se prevén conversaciones entre tiendas y museo para ver si hay manera de acelerar la retirada de las primeras, y algo me dice que la cose se va a alargar un poco).

De hecho, no es la primera vez que el Comèdia intenta reciclarse en un centro cultural de campanillas. Hace unos años, mi amigo Joan Lluís Goas, antiguo director del festival de cine de Sitges, estuvo al frente de una ambiciosa iniciativa que pretendía convertir ese cine que inició sus proyecciones en 1960 en un complejo multimedia que incluía salas de cine, un teatro, un restaurante, una discoteca y puede que algunas cosas más.

El asunto prometía, pero la iniciativa nunca llegó a buen puerto. Parece que ahora, con Carmen Thyssen tirando del carro, es más posible que podamos contar con una delegación del Museo Thyssen en el corazón del Eixample. Pese a que muchas veces no se la ha tomado en serio, la baronesa siente un sincero interés por el mundo del arte, aunque muestre cierta tendencia a admirar a artistas discutibles (pensemos en su adoración por el retratista Macarrón, ese hombre que te saca en sus lienzos que parece que midas tres metros, como los pitufos de Avatar, como habrá comprobado todo aquel que haya visto los retratos de Tita y Heini que hay en el salón de entrada de la pinacoteca madrileña del paseo del Prado) o a pintar sus propios lienzos, que piadosamente tildaremos de voluntariosos y bien intencionados.

Nos hemos acostumbrado los barceloneses a que nuestro Eixample se haya convertido en una acumulación de tiendas, a que el barrio sea una sucesión de firmas de moda más o menos ilustres o más o menos asequibles (yo tengo un Mango al lado de casa y la verdad es que me resulta muy práctico, pero no olvido que antes estuvo en su lugar el estupendo cine Montecarlo). Encontrarnos ahora con un museo es algo que debería alegrarnos la vida. Sobre todo, porque no es cualquier museo. No sé cómo procederá la baronesa a seleccionar el material que exponer, pero el número de joyitas de donde elegir es considerable. Personalmente, siempre lamentaré la desaparición de una sala de cine, pero me aporta cierto consuelo que no se convierta en un H&M, un Massimo Dutti o un Yamamay.

El cine Comèdia, además, no siempre fue un cine. Se construyó en 1890 con el nombre de Palau Marcet, diseñado por el arquitecto Tiberi Sabater para el empresario Frederic Marcet. En 1935 se convirtió en un teatro por iniciativa de Josep María Padró. En 1960 mutó en una enorme sala cinematográfica (de una sola pantalla, como era la costumbre en los cines de prosapia de antaño), que se convirtieron en tres en 1983 y en cinco en 1995, cuando se hizo cargo de las cosas la cadena Yelmo. El 14 de enero de 2024 tuvieron lugar las últimas proyecciones en el Comedia, que seguía el triste destino del Fémina, el Fantasio, el Publi, el Savoy y tantas otras gloriosas salas de un barrio, el Eixample, que parecía que las coleccionaba.

Corren malos tiempos para los cines, pero, puestos a perderlos, mejor que sean sustituidos por equipamientos culturales que por tiendas de ropa, ¿no? Pensemos que también museos y galerías muestran cierta tendencia últimamente a alejarse del centro: yo aún no he superado el traslado al Poble Nou de la Fundación Mapfre, cuyas estupendas exposiciones de fotografía me caían antes a un tiro de piedra de casa. En ese sentido, un pedazo de museo como el Thyssen en la esquina del paseo de Gràcia con la Gran Vía solo puedo calificarla de inmejorable noticia.