Este artículo no se dirige ni afecta a las personas honradas que a menudo trabajan más horas en casa que en la oficina.
Va dedicado a quienes ponen una cuchara sobre el teclado para simular que están ante la pantalla, se escaquean, van de paseo, se atiborran de televisión, no dan golpe y defraudan a la Administración y a la ciudadanía.
El pasado día 7, la Generalitat eliminó el teletrabajo a casi 300 de sus altos cargos, que deberán acudir a su puesto a diario. El día 8, los afectados, algunos con sueldos que rondan los cien mil euros anuales, recogían firmas en contra. Su excusa y falacia: el teletrabajo es el futuro.
La medida sólo afecta, por ahora, a subdirectores, secretarios generales, secretarías sectoriales, direcciones generales y asimilados, que pasan a “exclusivamente en régimen presencial”. Después será el turno del escalafón intermedio.
Los hay enchufados a dedo sin aprobar una oposición. Pero no quieren personarse en los despachos ya superada la emergencia sanitaria del Covid-19. Algunos se instalaron en sus segundas viviendas, allí siguen y ahora alegan dificultades para trasladarse.
La secretaria de Administración y Función Pública destaca la importancia de la “presencia efectiva y constante” de los altos cargos como “responsables de la supervisión, control y organización del personal técnico y administrativo”.
Y les recuerda que “su responsabilidad tiene un impacto directo en la eficacia y la eficiencia de las políticas públicas”.
A cargo de los contribuyentes, son “el escalón profesional más alto” y un “elemento necesario para el buen funcionamiento de los servicios públicos”.
Otro factor es que la presencia de estos privilegiados en sus oficinas “facilita la resolución inmediata de posibles conflictos” y “consolida la representación institucional en reuniones”.
Dicen buenas lenguas que el político responsable del cambio anunció: “Y ahora, todos a trabajar”. Y cundió el pánico. Donald Trump ha hecho lo mismo y ha eliminado el teletrabajo en la administración estadounidense.
Es también una cuestión de imagen. Porque esta casta y costra perjudican y discriminan al buen funcionariado. Por esto tiemblan vividores y vagos, que son pocos pero demasiados.
Pagarán justos por pecadores. Porque el teletrabajo bien practicado ayudó a la conciliación familiar y liberó a padres, madres y abuelos. Pero los cargos quejicas andan económicamente sobrados y pueden pagar ayuda en casa y crear puestos de trabajo.
Pero llega a tal punto su desfachatez que hay foros y redes sociales donde se comparten trucos para simular que trabajan aunque no estén frente al ordenador. Son manuales de picaresca virtual.
Es la versión digital del parásito profesional, con estratagemas como dejar el ratón atado a un ventilador y otros fraudes. También divulgan modos de burlar los controles de entrada, salida y permanencia en su lugar de trabajo.
Es una minoría tóxica que avergüenza y perjudica a la mayoría eficaz, responsable y honrada. Aun así, y con sueldos desmesurados, se resisten a acudir a sus oficinas.
Si no les gusta la nueva norma, pueden dimitir y marchar a la empresa privada. A ver quién les quiere y en qué condiciones les contratan. Si se hacen autónomos, sufrirán la vida real. Enviarlos al paro es otra alternativa más barata que mantenerlos.
Si algunos altos y medianos cargos se sienten aludidos y ofendidos, Margaret Thatcher dijo: “Debemos respaldar a los trabajadores, no a los gandules”.