Así reza el viejo refrán, que no hace otra cosa que sintetizar una reflexión del sentido común sobre cómo administrar el esfuerzo. Y es muy aplicable a la polémica artificial que se ha montado en torno a la obligación de los constructores barceloneses de dedicar el 30% de las nuevas promociones -y de las grandes rehabilitaciones- a vivienda social.

Hay que hacer una salvedad: la cifra de 156 viviendas sociales conseguidas por esta vía desde su entrada en vigor en 2018 no es tan desastrosa si tenemos en cuenta que, pese a que Barcelona en Comú había hecho el cálculo erróneo de más de 1.500 pisos, la norma no afectaba a los edificios comprados entre 2016 y 2018 y que, además, se demoró su aplicación hasta 2020.

Seguro que hay fraude en las licencias municipales para huir del 30%, como denuncia el Institut de la Recerca Urbana de Barcelona (Idra), pero tampoco debe ser fácil determinar con exactitud qué es una gran rehabilitación y qué no. Tampoco se puede reprochar a los promotores que aprovecharan la moratoria.

Además, el objetivo es muy complicado. En París, llevan dos décadas con su 30% y todavía no han superado todas las dificultades. Aplicarlo a rajatabla generaría un conflicto desproporcionado. El precio de la vivienda actúa a la vez como barrera y como amalgama desde el punto de vista social, negarlo es vivir fuera de la realidad o buscar la confrontación permanente.

Como han señalado los expertos convocados por el Ayuntamiento, el mismo objetivo se puede conseguir agrupando el 30% en edificios enteros donde los empresarios aporten sus contribuciones. La ley supone un impuesto para el promotor -que repercutirá en el precio de la vivienda libre- y su rendimiento en forma de vivienda accesible puede concentrarse en la misma zona de la ciudad para el caso de rehabilitaciones integrales o en otras para edificios nuevos.

Ubicar viviendas caras junto a otras de carácter social para familias vulnerables en la misma comunidad no tiene sentido. Las escaleras de vecinos son habitadas por familias con nivel de vida semejante, tanto si los pisos son de lujo como si no lo son. Romper esa dinámica no tiene más sentido que generar un choque social con el pretexto de perseguir lo contrario.

Luchar contra la existencia de clases sociales a través de normas inmobiliarias que también tratan de solucionar el complejísimo problema de la vivienda es abarcar demasiado; o sea, perder toda eficacia. Otra cosa es usarlo como arma arrojadiza contra adversarios políticos y vivir de las rentas.

Todas las medidas tienen efectos colaterales, algunos de ellos indeseados. Por ejemplo, el límite de los precios del alquiler en los contratos residenciales es útil obviamente para cierto tipo de familias, quizá un sector de los votantes de BComú; no para las que tienen ingresos bajos. Y a la vez desincentiva a los propietarios, que ven limitadas las posibilidades de mantener adecuadamente su patrimonio. Y también es verdad -en sentido positivo- que desanima a los inversores a emprender operaciones de altos rendimientos a corto plazo.

La consultora Cushman & Wakefield informaba ayer que Barcelona es la segunda ciudad europea con más oficinas en riesgo de obsolescencia: el 81% de la superficie de este subsector estará fuera de mercado en apenas un lustro. La reforma o el cambio de uso son las salidas posibles. He ahí un nuevo dato para porfiar en una intervención pública que permita que todos salgan beneficiados, aunque las ganancias -económicas o políticas- no sean de usura.