Es muy cansino estar con los mismos problemas continuamente, pero resulta que los problemas persisten.
Ayer crucé dos veces la calle Consell de Cent desde paseo de Sant Joan hasta Pau Claris y viceversa. El paisaje es agradable, mucho más que antes, cuando era una vía de salida de la ciudad llena de humos y ruido; pero del paisanaje, como diría un castizo, no se puede decir lo mismo.
El último recuerdo del trayecto en dirección centro es el de un pájaro a bordo de un Porsche de esos enormes, al estilo de los que se pusieron de moda durante el boom inmobiliario del 2008; creo que era del modelo Cayena o algo así.
El tipo entraba en la manzana, y yo salía. La calle es peatonal, de preferencia peatonal quiero decir, porque por allí circula todo cristo pese al orden de preferencias.
El tráfico era tan denso que si el Porsche avanzaba yo tenía que apartarme, que es lo que hice porque el potentado no tenía visos de frenar; de hecho, ni me miraba. Me estaba diciendo: tu verás, mequetrefe, que yo calzo lo que calzo. Una forma de atropello.
Es solo una anécdota, pero significativa. La superilla en la que el Ayuntamiento de Barcelona ha gastado tanto dinero, esfuerzos y exposición política no hace otra cosa que reproducir el esquema del más poderoso que funciona con tanto éxito en nuestras calles y, sobre todo, en nuestras carreteras.
En la AP-7, por ejemplo, el reto se dirime entre un camión y un turismo, entre un supercoche y un utilitario. El martes por la tarde, este columnista -este peatón- se las tenía sin enterarse en un combate desigual con una máquina de 470 caballos de potencia.
Es imposible aplaudir al promotor del cambio de uso de esta calle barcelonesa. Antes era ruidosa y desagradable, una salida de la ciudad que clamaba por una solución a favor de los vecinos. Ahora, es una decepción para transeúntes y creo que también para los residentes.
Los que aún viiven en la zona, tira que te va; lo comido por lo servido. Los que pueden alquilar sus viviendas, estupendo; hacen negocio con el turismo. ¿Era eso?
El barcelonés, en general, está decepcionado. El dinero y esfuerzo gastado tiene un retorno invisible. Es posible que exista, que sea real, pero se nos escapa.
Hay sentencias judiciales que anulan la decisión del consistorio de Ada Colau, fallos contra los que el actual ayuntamiento recurre por obligación, por una inercia solidaria. Pero no puede ocultar la realidad: todo esto es un marrón descomunal frente al que hay que ser realista y valiente. La pregunta no es si la calle Consell de Cent de antes era inhóspita. La cuestión está en saber si lo que se ha hecho con ella es razonable.
Ese es el marrón.