Desde la cima del Monte Tàbor, en el centro de Barcelona, las columnas de Augusto verían hoy (si no estuvieran rodeadas de edificaciones) la expansión de la ciudad. Cómo ha crecido, ocupando el valle que hay entre el Besòs y el Llobregat y más allá, llenando incluso las colinas que la rodean y que configuran su perspectiva. Dos mil años de historia y, probablemente, dos mil años de obras. Que aún siguen.
Sin ánimo de ser exhaustivo, los barceloneses soportan hoy trabajos de diversa índole en La Rambla y en Via Laietana (las dos conexiones directas con el puerto urbano). En la plaza de Espanya y en la Diagonal por el corte en Francesc Macià, las dos entradas por el sur. En la calle de Urgell. En el entorno de la estación de Sants y en la futura (muy futura al ritmo que va) estación de Sagrera.
En la plaza de les Glòries. En el campo del Barcelona y, a su lado, en la avenida de Chile, donde sigue el sempiterno pozo correspondiente a la línea 9 (final previsto: 2004). En el túnel de la Rovira. En el paseo de la Zona Franca.
Y éstas son sólo las de mayor envergadura y consecuencias sobre la movilidad de la ciudadanía.
La ciudad se prepara, probablemente, para los próximos dos mil años. Frente a ese tiempo, un par de décadas patas arriba (Glòries) o diez años (plaza de Espanya) a los que habrá que añadir unos cuantos más por la anunciada reforma del espacio ferial que se prolongará hasta 2030, son apenas nada. Un suspiro frente a la eternidad de la que hablaban los ejercicios espirituales inspirados en Ignacio de Loyola.
Pero ningún barcelonés, indígena o de adopción, vivirá ese tiempo. Sus vidas son mucho más breves. Para ellos, una década de polvo, barro y ruido supera lo deseable. Es mucho más de lo que debieran soportar.
Además, la mayoría de las obras públicas se prolongan por encima de los plazos previstos en los pliegos de licitación. Y no pasa nada.
Los barceloneses, en su mayoría, aguantan los trabajos con resignación. No debería ser así. No hay motivo para que, por norma, se dilaten y dilaten y dilaten.
Cualquiera que haya coincidido con una zona de obras públicas habrá podido comprobar que, con harta frecuencia, permanecen abandonadas días y días. Allí no trabaja ni el vigilante, cuando lo hay. Pero el barrizal (si llueve) se perpetúa. O el polvo, si hay sequía, lo llena todo. Y se ocupa el espacio público como si fuera infinito y se dispusiera regularmente de alternativas de movilidad.
Las obras molestan y, por lo tanto, su duración en el tiempo debería ser algo tan prioritario como la calidad de los acabados. Está visto que, en Barcelona, ninguna de las dos cosas figura entre lo más importante. Ni para el Ayuntamiento ni para las otras administraciones.
Cuando leen informes sobre la duración de trabajos de gran envergadura en países como China, los barceloneses no pueden sino sentir envidia. Allí se hace en medio año lo que en Barcelona se tarda diez. O más.
Es de suponer que todas estas obras son periódicamente supervisadas por la Guardia Urbana, de modo que se organice una zona protegida para el paso de peatones. Es un suponer. No siempre se hace y cuando se hace, no siempre se mantiene. En cambio, no faltan en todas ellas espacios reservados para que estacionen coches que parecen corresponder a los cargos de las obras.
Se comprende. El transporte público está muy mal. Hay que ir en coche hasta a comer el bocadillo.
Tan mal está el transporte urbano que el Parlament ha contratado un servicio de taxis para sus señorías y algunos trabajadores del organismo. ¡Ojo a la expresión! ¿Significa que los diputados no trabajan? Algunos, desde luego, menos que nada.
El único consuelo es que los parlamentarios (y los concejales) también sufren los cortes de tráfico.
Claro que siempre queda la posibilidad de pasear un poco. Pero, ¿por dónde? Por la Ciutadella no, que en parte se ha reservado a aparcamiento de los que acuden a las sesiones del Parlament. Por la Rambla, tampoco, que lleva años panza arriba, ¿Por Consell de Cent? Mucho menos, se ha convertido en zona perpetua de carga y descarga.
Quedarían las aceras que no estén en obras, si no fuera porque se las han apropiado las bicicletas, los patinetes y los talleres de motos.