El Ayuntamiento de Barcelona se dice dispuesto a erradicar el incivismo. De dos formas: sancionándolo y cobrando las multas impuestas. ¡Ya era hora! No hay peor norma que la que no se hace cumplir. No sólo incita a saltársela a la torera; invita a pasarse otras por el mismo forro.
Hace pocas semanas Mossos y Guardia Urbana anotaban un incremento del uso de armas blancas en la ciudad. Y no precisamente para pelar la fruta del desayuno.
Hay una relación directa entre la mala educación y la agresividad. La primera consiste en una falta de respeto hacia los demás. Se empieza por arrebatar el asiento del metro a una viejecita y se acaba a machetazos. Es sólo cuestión de gradación. Y de aguante por parte de las víctimas.
La educación empieza en casa y se consolida en la escuela. De las familias se puede esperar poco. El incivismo, como el pecado original, se transmite muchas veces de padres a hijos.
Los profesores de centros públicos han detectado hace tiempo el proceso: primero la mala educación y luego el desprecio hacia toda regla de convivencia. Llamar a los progenitores agrava la situación. A algún maestro le han pegado.
No es que el mundo se haya llenado de bandidos. No. Los malos son pocos, pero suficientes. En una clase de 30 alumnos, basta con que tres o cuatro alboroten o agredan para impedir el trabajo de los demás.
El buenismo dominante en cierta izquierda sostiene que esas conductas son, en general, síntoma de problemas de arraigo. Quienes las protagonizan son víctimas de la sociedad.
Es posible, pero su comportamiento convierte en víctimas a los demás: a los alumnos que pretenden estudiar y a los profesores, que se ven impotentes para realizar su trabajo.
Pasa en las escuelas, en los CAP y en el metro, cuyos vigilantes acaban magullados cuando pretenden comprobar si alguien viaja sin billete.
Entre los comportamientos que el Ayuntamiento de Barcelona busca combatir está el hacer las necesidades biológicas en plena calle (¿no incordia eso a los demás?) y la manía de pintarrajear paredes, mobiliario urbano y transporte público.
Si estas conductas (que cuestan dinero) no se sancionan, el incivismo se generaliza. Y es peor si se denuncian y no se puede cobrar la multa.
El consistorio ha encargado el análisis de unos 140.000 expedientes abiertos en los dos últimos años. El importe de las sanciones ascendió a casi 17 millones de euros. La suma recaudada no llegó a 2,5 millones.
Una parte de estos cobros se ha topado con problemas administrativos, lo que cuestiona una vez más a los servicios jurídicos municipales, que no fueron capaces de preverlo.
Los políticos tienen la obligación de anticipar las consecuencias de sus decisiones. La buena intención no basta.
En la enseñanza, base del civismo, las autoridades tomaron hace tiempo dos medidas buenistas que han acabado en chasco. Una, permitir que los estudiantes pasaran de curso con varias materias sin aprobar. Otra, asumir que la repetición de un curso no tiene consecuencias para el alumno que se ha pasado el año sin hacer nada.
Se suponía que con eso se ayudaba a los chicos más vulnerables. En algún caso será así, pero el resultado es un desastre para los demás.
Los aprobados por decreto no se enteran de nada en el curso siguiente y son un estorbo para el resto. Los que repiten sin voluntad de aprendizaje ocupan una plaza que podría ser aprovechada por otro.
Bien está garantizar el derecho al estudio, pero al estudio; no a pasar el rato incordiando. Porque el dinero público es escaso y no debería ser dilapidado en quienes no lo aprovechan.
Es el mismo dinero (de todos) que el Ayuntamiento tiene que destinar a incrementar la limpieza en una ciudad plagada de excrementos (humanos o de perros).
Esta permisividad tiene una consecuencia no deseada: que la gente se harte y acabe reclamando una autoridad fuerte que lo solucione.
No lo hará. La ultraderecha no es garantía de orden. Más bien lo es de desorden, porque lo que de verdad garantiza es la arbitrariedad y el castigo para quien no participe de sus principios. Si es que los tienen, porque suponer principios éticos o políticos a los de Se Acabó la Fiesta exige unas dosis de credulidad muy por encima de la media.
La cosa está clara: como decía Aristóteles del ser, el incivismo es uno, pero se presenta de muchas maneras.