El sábado, rozando el larguero, aproveché una de las últimas ocasiones para disfrutar del montaje de Un Déu Salvatge dirigido en el Teatro Goya por Pere Arquillué. El texto de Yasmina Reza, perfectamente adaptado a la realidad barcelonesa por Pablo Macho, parodia a la perfección los tics más ridículos de nuestra bienpensante sociedad posmoderna. Dos matrimonios de vidas aparentemente perfectas enfrentándose a sus miseras a partir de una pelea entre niños. Una invitación a la reflexión desde la comedia; la risa como el mejor estilete contra la estulticia que todos nos gastamos.
Hace una semana nos dejaba Mario Vargas Llosa, uno de los mejores escritores del último siglo. También un intelectual de libertad inquebrantable. Siempre dijo lo que pensaba y razonó por qué lo decía, lo que le comportó el despreció de los mediocres y el desapego de muchos de sus compañeros de esa generación del boom latinoamericano que tuvo en Barcelona una de sus capitales.
Me dolió especialmente ver el pasado 13 de abril como TVE se olvidaba del papel de esa Barcelona en la carrera de Vargas Llosa. O en su encuentro con Gabriel García Márquez. Quizá se trate de un ataque de puro chovinismo barcelonés de una plumilla que no vivió los años en los que la gauche. Pero por una vez me resultó tan ridículo ese olvido de puro madridcentrismo --solo existía Vargas Llosa a partir de su pertenencia a la Real Academia de la Lengua Española, o de su relación con Isabel Preysler-- como la reducción del algunos medios que solo recuerdan de Vargas Llosa su oposición al independentismo. Y conste que a mi su aparición estelar en la manifestación del 8 de octubre de 2017 me pareció uno de sus momentos políticamente más lúcidos y comprometidos.
Esta semana nos asaltará Sant Jordi casi sin habernos recuperado de estos escasos días de asueto. El centro de Barcelona volverá a llenarse de rosas y libros en la fiesta más comercial, pero también más espectacular de nuestra ciudad. Una celebración de la cultura que nos gustaría ver extendida todo el año. Buena sea, aunque el afán lector --o comprador de cultura-- nos dure solo un día.
Barcelona se ha olvidado durante demasiado tiempo de ese pasado esplendoroso ligado a la cultura. A los libros, al mejor teatro, a artistas plásticos en los que la capital catalana dejó su impronta o al diseño.
Durante la última década Barcelona se ha convertido en la capital de los macro festivales de música. No lo desprecio, es una manifestación cultural como cualquier otra. Pero está bien que la ciudad intente recuperar también su pulso en otros ámbitos de la cultura. Por eso creo que hace bien el Ayuntamiento en recuperar el Club Capitol. Una apuesta por regenerar las Ramblas como espacio de cultura y no un simple escenario para la proliferación de tiendas de recuerdos destinadas a los turistas.
Para que las Ramblas vuelvan a atraer a los vecinos de Barcelona necesitan una oferta que vaya más allá de las paellas precocinadas y las litronas de cerveza. Que la oferta vaya ligada a la recuperación del pulso cultural de Barcelona es una muy buena noticia, aunque los accidentados intentos de recuperación de El Molino lleven a la prudencia. Ahí está la reapertura de la sala La Paloma y su inclusión en el programa del Cruïlla para que las nuevas generaciones redescubran un espacio singular.
Barcelona se merece recuperar su idilio con la cultura, y reabrir un espacio como el Club Capitol, que echó el cierre en 2019, puede ser un buen paso en ese camino. Es cierto que el mejor arte no suele ser el dirigido desde las administraciones públicas, pero éstas tienen que poner las bases para que la inspiración cultural encuentre dónde asentarse.