Pese a lo que sostienen algunas almas bellas (puede que incluso con buena intención), el 11 de septiembre nunca fue una fiesta de todos los catalanes, sino una jornada de exaltación patria para los sectores nacionalistas/separatistas de la sociedad catalana.
Ahora que Salvador Illa tiene como eslogan de su administración lo de el govern de tots (algo que no existe en ningún lugar del mundo: en todas partes, tras unas elecciones, unos se congratulan del resultado y otros se ciscan en todo), conviene recordar que cuando los lazis mandaban, nunca mostraron la menor voluntad de gobernar para todos el paisito; con contentar a los suyos, iban que se mataban.
Mientras mandaba, el nacionalismo hardcore (del softcore siempre se ha encargado con diligencia el PSC) se empeñó en demostrar su poder en Barcelona, lugar en el que menos se había impuesto.
Por eso, para los fastos del 11S se imponía ocupar el centro de la ciudad con sus masas soberanistas (que en los años del prusés incluyeron a abundantes sobrevinguts que tal como se animaron, se desanimaron, sobre todo después de la aplicación del 155, lo cual da una idea bastante aproximada de su compromiso con la causa: bastaron cuatro porrazos el día del referéndum ful y la desastrosa actitud de los partidos indepes para que se dieran de baja de manifestaciones y protestas, así como de cambiar la estelada: las cuatro que quedan en Barcelona, desteñidas y hechas harapos, da pena verlas).
Dentro de la ocupación de Barcelona (los que no aspiraban a la independencia se quedaban en casa o se iban a la playa), la joya de la corona era el paseo de Gràcia. Llenar el Paseo de Gràcia se convirtió, a ojos de los nacionalistas, en la prueba evidente de que aquí todo el mundo estaba por la separación de España (aunque luego Ciutadans ganara unas elecciones autonómicas que el partido desaprovechó igual que el resto de sus oportunidades).
Llenar el paseo de Gràcia acercaba a los indepes a su objetivo soñado.
Los medios de agitación y propaganda de la Generalitat, Catalunya Ràdio y TV3, contribuían a la ilusión óptica inflando hasta el paroxismo la cifra de manifestantes, que cada año era mayor, hasta alcanzar unos números imposibles (un millón de asistentes, dos millones…), a no ser que en cada baldosa del paseo cupieran diez o doce catalanes de bien.
Ahora que el nacionalismo catalán no pasa por sus mejores momentos, el paseo de Gràcia se ha desestimado como escenario de la presunta lucha por la libertad. Aunque Lluís Llach insista en que hay más motivos que nunca para la revolución (con sonrisas o sin), la manifestación de hoy se prevé bastante menos lucida que las de los años dorados del prusés.
Ante el temor a no llenar hasta rebosar el paseo de Gràcia, se ha optado, pues, por escenarios alternativos y más proclives a aparentar que la cosa está petada.
Para acabarlo de arreglar, un reciente informe ilustra sobre el actual desapego juvenil a la independencia, algo que no había previsto Jordi Pujol con su idea de que décadas de adoctrinamiento escolar acabarían por producir miles y miles de jóvenes independentistas (ni eso han sabido hacer bien los nacionalistas).
Así pues, no se puede contar con los nuevos legionarios de la patria y hay que seguir confiando en la gente de mi edad, que sigue sin bajarse del burro o se aburre en su jubilación y se suma a cualquier propuesta de xerinola patriótica.
Como vivo a cinco minutos del paseo de Gràcia, agradezco que el ardor guerrero nacionalista haya ido menguando, pues me reventaba que me lo ocuparan cada año y que los nacionalistas hablaran siempre de un solo pueblo, una sola lucha y demás inexactitudes.
Y aunque cada día salgo menos de casa, no descarto darme hoy un paseo por el barrio: pedir que me quitaran de en medio también a los turistas sería exagerar, ¿no?