Agustín aparca la bicicleta enfrente de un restaurante, saca un chiflo (flauta) de su bolsillo y comienza la jornada laboral. Carraspea y toca su característica melodía para que se sepa que ha llegado. “El afiladooooor”, entona a grito pelado desde el diafragma. Agustín Nicolás Maestrini es uno de los pocos afiladores de navajas, cuchillos y tijeras que quedan: una especie en peligro de extinción, una suerte de flor que se mantiene tiesa en el asfalto en pleno siglo XXI.

“El oficio en sí me encanta, me da libertad y tiempo para pensar en lo que quiero”, dice. Entre otros proyectos, uno de sus sueños es crear una bicicleta afiladora eléctrica plegable que le permita recorrer el mundo ejerciendo de afilador. “Me relajo, es terapéutico, como un ejercicio zen en el que trato de buscar el equilibrio”, anticipa.

MISTICISMO

Nos reunimos en un parque de Barcelona porque, en realidad, lo que me quiere contar va más allá del afilado. Entra en juego el misticismo con la energía de las piedras.

Hace tres años dejó Argentina y –siguiendo los pasos de sus familiares– decidió embarcarse en la aventura del afilado desde la capital catalana, aunque su espíritu libre le pide siempre viajar y descubrir nuevos lugares. Estudió cocina y administración de empresas, pero sobre todo se define a sí mismo como un tipo emprendedor. “No quiero tener jefes que me rompan las pelotas”, suelta riendo.

RITUALES CHAMÁNICOS Y 'CRISTALES DE LA TIERRA'

En esa búsqueda “hacia la verdad” –con fuertes altibajos emocionales– descubrió los “cristales de la tierra” después de un ritual chamánico en su país de origen que le ayudan a curarse de forma “holística”. Considera que “las piedras tienen vida, aunque a veces no la lleguemos a comprender, se comunican con nosotros a través de vibraciones y eso nos beneficia”.

Agustín mostrando la piedra de cerámica con la que afila en Barcelona / P.B.



Agustín lleva dos collares: uno con un sol y otro con una piedra pizarra. Fuma tabaco mentolado –aunque quiere dejarlo– y le chifla la música electrónica. “Me transforma”, exclama eufórico. “Qué lindo cubito tenés”, dice fijándose en mi cadena, cambiando de tema. “Es bárbaro”, añade luego con sinceridad.

NIÑOS Y TURISTAS LE PIDEN FOTOS

Su puesta en escena es tan singular que niños y turistas se quedan mirando embobados como si fuera casi un pequeño mono de feria exaltado. “Me piden tantas fotos que ahora llevaré un gorrito a ver si me dan unas monedas”, comenta sonriente. De hecho, en su camino hacia el misticismo, ha valorado la opción de poner un mantelito negro y echar una variante de tarot con cristales. “Yo las arrojo y cada uno elige la que más le gusta, y esa es la que la intuición le está pidiendo… la que necesita en ese momento”, especifica.

Según sus cálculos, hay entre cinco y diez afiladores en Barcelona, pero que conserven la técnica tradicional –desplazarse en bicicleta– solo están él y otra chica que, de hecho, ha aprendido de él. “El servicio que hago es ecológico, artesanal y no puedo competir con el automatismo de las motos”, comenta acariciando la piedra afiladora que se encuentra entre el manillar y el sillín de su bicicleta. Su técnica es tradicional, no utiliza guantes ni protección. “Me he cortado alguna vez, pero prefiero hacerlo así, es como el arte”, contesta.

CLIENTES FIJOS: POLÍTICOS, POLICÍAS Y CHEFS

Sin embargo, contra todo pronóstico, el oficio –incluso dado de alta como autónomo– le da para vivir. Con media jornada laboral puede mantenerse. “De forma modesta”, subraya. Lo hace gracias a sus clientes más fieles. Ha afilado cuchillos a políticos barceloneses, policías, chefs y vecinos, sobre todo en Ciutat Vella, donde suele trabajar más cobrando unos tres euros por utensilio. “Me doy a conocer en la misma calle”, desvela –con un anacronismo mágico– sobre su forma de promocionarse.

Agustín enfrente de un restaurante donde afila 



Al fin y al cabo, su objetivo es curarse. “La bipolaridad es un tabú y quiero romper con eso juntando la psicología, la psiquiatría y las terapias energéticas”, dice con tranquilidad. Agustín, el afiladooooor, cuyo nombre artístico es L'arrotino (en italiano) es un ser joven y particular que habita en los márgenes del sistema engrandeciendo un oficio que en Argentina siempre asoció con los expresidiarios. “Aquí soy una figura muy querida”, espeta. Tiene claro que lo suyo son los cuchillos, y si pueden entrelazarse con las piedras y las bicicletas eléctricas, mejor: ese es su deseo.

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