Descendiente de una familia del textil que cumple ochenta años, Manuel Obradors es uno de aquellos típicos y tópicos ejemplares de la burguesía catalana cuyo bisabuelo creó una empresa, el abuelo la hizo crecer, el padre la sostuvo y la llevó a lo más alto y el hijo se la dilapida. Con merecida fama de tarambana y garbanzo negro de la saga, vende ahora su más que lujosa y exagerada mansión por más de veinte millones de euros para comprarse otra. Es un palacete que imita al de los nuevos ricos rusos y árabes. Con tantos lujos y caprichos desmesurados, que es un insulto a los empresarios y trabajadores que se ganan la vida con esfuerzo, seriedad y discreción.

Por si fuese poco, dicho edificio es conocido por las clases altas con poca clase gracias a las farras clandestinas que organizaba en la discoteca de la casa, incluso durante el confinamiento por la pandemia. Con opulencia y ostentación, corrían el alcohol, ciertas sustancias y muchas señoras de físico admirable. Sueño de cualquier pelacañas que cuenta lo que haría si le tocase una gran lotería, Manuel Obradors es de aquellos que creen que si tienen dinero pueden hacerlo todo. Hasta que se ganan la ruina.

 

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