Propongo un viaje breve. Durará pocos segundos y, como medio de transporte para dar esta particular –y virtual– vuelta al mundo, se me ocurre un Glovo. Sí, no con B de borracho, sino Glovo con V de vagancia porque si algo nos ha llevado hasta aquí es precisamente esto: nuestra vagancia. Con la aparición de smartphones, preferimos viajar con los dedos desde nuestro sofá mientras otros recorren Barcelona por nosotros. Y luego riiing. El pedido está en casa. La vida moderna.



Más allá del ruido mediático tras el accidente mortal de Glovo y la constatación de una evidente precariedad en el sector… Dejando de lado todo esto, hace tiempo que me fijo en algo. A ver, lanzo la pregunta: ¿Es sensación mía o hay más logotipos de Glovo esparcidos por Barcelona que lazos amarillos? Va en serio, en Mc Donalds incluso ya hay hasta una cola exclusiva para sus repartidores. Solo para ellos. Amarillo con amarillo.

¿NOS ESTÁN INVADIENDO?

Cada vez más establecimientos se adhieren. O eso parece. En el último año, los pedidos crecieron un 217 %: pasaron de los 762.000 hasta los 2,4 millones en 2018. Desde hace poco en mi restaurante sirio de confianza empezaron a darme el falafel “para llevar” en bolsa de Glovo. ¿Qué está pasando? ¿Las modas nos están engullendo? ¿Las aplicaciones hípsters nos están invadiendo en contra de nuestra voluntad?

En los tiempos del tuit facilón, de descartar a personas en aplicaciones como Tinder con un solo movimiento de dedo –con soberbia en ocasiones–, de dar a like en Instagram a cualquier usuario –conocidos y por conocer– de forma indiscriminada, igual estaría bien que de vez en cuando pensáramos en las consecuencias de nuestros gestos. Y, quizá, que dejáramos de exigir tanto con los dedos y viajáramos más con el cuerpo. Que en la calle –en el fondo– no se está tan mal.

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