Hace unos meses palmó el Méliès y ahora le toca al Texas. Corren malos tiempos para las salas de cine en Barcelona y en todo el mundo. En el caso concreto del Texas se suma a los efectos de la pandemia la gestión por parte de su dueño hasta el pasado mes de marzo, el cineasta Ventura Pons, de sus otros cines en Figueras y Valencia, que no funcionaban o lo hacían de manera muy deficiente. Pons se hizo cargo del Texas y sus cuatro salas en 2013, después de que chaparan aquellos cines Lauren que ocuparon su lugar durante los anteriores trece años. Uniendo a la cinefilia el patriotismo, Pons se especializó en películas subtituladas al catalán, lo cual le permitía acceder a las siempre bienvenidas subvenciones de la Generalitat, mientras disponía al mismo tiempo -lo cortés no quita lo valiente- de un lugar en el que estrenar sus propios largometrajes, que nunca han gozado del favor del público. Finalmente, su política expansiva lo llevó a la ruina durante el confinamiento, y aunque Pons pertenezca a una buena familia de joyeros y haya llevado siempre una vida desahogada, la ruina no figuraba en su lista de prioridades. Así acabó también su difunto predecesor, el inefable Llorens, mandamás de Lauren Films, distribuidora que durante un tiempo dispuso de un catalogo ejemplar en el que destacaban las películas de Woody Allen.

Antes de todo eso, entre 1947 y 1995, el Texas había sido un cine de reestreno especializado en programas dobles al que le iban muy bien las cosas con una sola pantalla. Yo lo frecuentaba en mi infancia los sábados por la tarde, cuando mis padres se libraban momentáneamente de mi hermano y de mí enviándonos al cine bajo la supervisión de mi abuela, encargada también de custodiar los bocadillos de la merienda y la botella de gaseosa que los acompañaba. Nunca olvidaré la proyección de El bueno, el feo y el malo, de Sergio Leone, porque asistí a ella con una grieta en un cristal de las gafas que había ocultado cuidadosamente a mis progenitores para que no me dejaran sin cine ese sábado con la excusa de que me iba a desgraciar un poco más la vista. En esa época, solo me ponía las gafas para cosas importantes como enterarme de algo en clase o ver la tele, así que la añagaza me salió bien (mi padre estaba convencido de que me empeñaba en ser miope para imitar a mi hermano mayor y acabar de amargarle la existencia). Ver una película con las gafas rotas es un asco, pero yo en aquellos tiempos era un gran aficionado a los spaghetti westerns, nada que ver con la actualidad, cuando siento una extraña aversión a las pelis del oeste y la mera aparición de John Wayne en la pantalla del televisor me obliga a cambiar de canal.

El cine Texas, en 1987 / ARCHIVO



DEL GRAN LLORENS DE LAUREN A VENTURA PONS 

En su condición de afarta pobres seudo cultural, el Texas cumplió sobradamente su misión: por cuatro perras, echabas la tarde entera en el cine y volvías a casa a la hora de cenar. Todo terminó cuando las salas de reestreno pasaron a mejor vida -mi hermano tenía controlado el circuito de la distribución y sabía predecir cuando llegarían nuestras películas favoritas a los cines del Ensanche- y solo quedaron en Barcelona cines de estreno. El gran Llorens convirtió el Texas en un local de cuatro pantallas y Ventura Pons las mantuvo y hasta las bautizó con los nombres de personajes importantes para la cinematografía catalana como los directores Rovira Beleta o el crítico José Luís Guarner (ahora no recuerdo a quién le adjudicó la cuarta). Bajo su control, el Texas recuperó clásicos, cintas contemporáneas maltratadas en su estreno y rarezas varias. El precio moderado de la entrada (tres eurillos) contribuía a llenar las salas. Hasta que llegaron el coronavirus y los problemas en las sedes de Figueras y Valencia y empezaron a pintar bastos.

Corre el rumor de que Adolfo Blanco, el jefe de la distribuidora y productora A Contracorriente, que ya regenta los Verdi, tiene algunas ideas para el futuro del Texas que aún no se han concretado en nada. Veremos.

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