A los barceloneses se nos da muy bien la simulación. Aparentar lo que no somos es algo a lo que nos entregamos cíclicamente con ahínco. Lo podemos comprobar cada año por Sant Jordi, cuando nos disfrazamos de lectores contumaces y románticos empedernidos y, cual batallón de zombis, atravesamos la ciudad con un libro en una mano y una rosa en la otra. La Nit dels Museus, que tuvo lugar el pasado sábado tras un año de no celebración a causa de la pandemia, es otra excelente farsa que a los barceloneses nos encanta interpretar: en esta ocasión, no vamos de lectores compulsivos, sino de aficionados al arte, cargo que ejercemos de seis de la tarde a diez de la noche con un entusiasmo digno de mejor causa y porque nos sale gratis. El sábado pasado, más de 20.000 amantes del arte clásico y contemporáneo se echaron a la calle en manada para visitar el MACBA, el castillo de Montjuic, el Museu Nacional de Catalunya y otros 71 equipamientos culturales repartidos entre la capital y siete poblaciones del entorno de la millor botiga del món, reciclada para la ocasión, intuyo, en el millor museu del món.
No sé si hubo alguien que visitara los 74 equipamientos culturales citados, pero yo no descartaría para el futuro un premio al que lo consiguiera, premio que iría acompañado de una medalla que le acreditaría como el Mayor Aficionado al Arte de Barcelona y sus alrededores. No sé si el agraciado podría recoger el galardón en persona después de semejante empacho artístico -la acumulación de artistas, de obras de distintas épocas, de estilos y de tendencias causarían serios daños cerebrales a muchas personas, yo incluido-, pero siempre se puede encontrar a algún amigo o familiar que se quedara en casa la Nit dels Museus y esté como una rosa a la hora de recoger el premio.
Tanto la Nit dels Museus como el Día del Libro se ponen de ejemplo del alto nivel intelectual de los barceloneses, pero uno, como lector habitual y visitante frecuente de museos y, sobre todo, galerías de arte, tiene sus dudas (de la noche del súper shopping en el paseo de Gràcia ya no digo nada, pues los comerciantes tienen el detalle de reconocer que solo piensan en hacer caja y no se buscan excusas culturales). Lo de Sant Jordi nadie me convencerá de que es algo diferente a una pantomima destinada a que los libreros saquen unos euros y la ciudadanía se sienta más sensible. Lo de la noche de los museos...¿Pues qué quieren qué les diga? Formar parte voluntariamente de un rebaño humano que va entrando y saliendo de museos y acumulando una información imposible de asimilar no es mi idea de cómo cultivar mi (supuesta) sensibilidad artística. Para colmo, los museos suelen agobiarme: me da una versión cutre del síndrome de Stendhal y si no me concentro en dos o tres salas (o dos o tres artistas), puede atacarme una jaqueca criminal.
Me dirá el amable lector: a usted lo que le pasa es que es un señorito, un diletante, un maldito flaneur al que la tarde le da para entrar en un par de librerías, una tienda de discos (si encuentra alguna, que esa es otra) y una o dos galerías de arte en las que solo se exhiba la obra de un artista. Y tendré que darle la razón, añadiendo, eso sí, algunas manías; por ejemplo, la de entrar en la Thyssen de Madrid para contemplar exclusivamente el cuadro de George Grosz Metrópolis, que siempre me fascina. Líbreme Dios de mirar por encima del hombro a los más de 20.000 amantes del arte que la noche del sábado se echaron a las calles de Barcelona para ver cientos de obras. Si además aún recuerdan alguna, les adjudicaré la condición de ubermensch.
Me sorprende que todo el mundo se permita bromas sobre los viajes del Imserso, pero nadie comente irónicamente eventos como Sant Jordi o la Nit dels Museus. Será que los barceloneses nos tomamos muy en serio a nosotros mismos (por eso somos tan aburridos y solemnes) y, sobre todo, que nos gusta aparentar lo que no somos, en especial si la pantomima cuenta con una coartada cultural. Afortunadamente, nuestras charlotadas sensibleras solo duran un día al año. Pasada tan aciaga fecha, los aficionados a la literatura y al arte pueden volver tranquilamente a librerías, museos y galerías sabiendo que van a estar más solos que la una y con todo el material ahí reunido a su disposición. Y la alcaldesa, mientras tanto, se hace la ilusión de que gobierna a una colectividad de intelectuales sensibles. De esta manera, todos contentos en la mejor de las ciudades posibles, que diría el maestro Pangloss.