Muy a mi pesar, durante la reciente emisión de un episodio de la quinta temporada de Animal Kingdom (serie que puede y debe verse en Movistar), me encontré experimentando cierta empatía por Craig, el miembro más zopenco de la criminal familia Cody, un tipo que suele conducir coches y motos borracho y bien puesto de cocaína, pero que les tiene una manía tremenda a los patinetes eléctricos y a quienes hacen como que los conducen. Cuando un tío en patinete pasa peligrosamente cerca del carrito de su bebé, al que ha sacado a pasear junto al mar de California, Craig le pega un empujón que casi me lo descerebra. A cambio de unos pavos, consigue que unos gamberros del barrio roben un montón de patinetes y luego procede a su destrucción pública con uno de esos vehículos de ruedas enormes tan populares entre ciertos canis norteamericanos. No me siento orgulloso de ello, pero confieso que a mí también me entran ganas a veces de derribar a la gente en patinete, como antaño sentí la pulsión de hacer lo propio con los ciclistas de acera. Llámenme reaccionario, pero echo de menos los tiempos en que, en Barcelona, solo había coches y motos por un lado y peatones por otro: ellos no se subían a la acera, yo no bajaba a la calzada y aquí paz y después gloria.

Todo empezó a cambiar por la obsesión de Pasqual Maragall con la bicicleta, vehículo que funciona muy bien en otras ciudades –recuerdo emocionado la buena educación de los ciclistas berlineses, sin ir más lejos–, pero que aquí, reconozcámoslo, ha sido pasto de sociópatas y falsos ecologistas que, en ocasiones, hacen gala de muy mala baba o, en el mejor de los casos, de un deplorable egoísmo (recuerdo a un amigo, persona civilizada donde las haya, que un día me dijo que él iba por la calzada en bici si conducía a solas, pero que si llevaba a su hijo pequeño en la sillita se subía a la acera porque prefería atropellar a un peatón antes de poner en peligro al chiquitín).

NORMAS QUE NO SE CUMPLEN

Barcelona es una ciudad especializada en crear normas que nadie se encarga de hacer cumplir: hace años, en mitad de la Rambla de Catalunya, casi me atropella un ciclista; creo que le insulté; el tipo, en vez de salir pitando, se detuvo para ponerme en mi sitio y decirme que tenía derecho a circular por donde lo hacía; le pedí que mirara al suelo y vio que estaba plantado encima de una señal que prohibía la circulación de bicicletas; le dio lo mismo; me miró con cara de asco y siguió su camino, no sin antes devolverme el insulto (ahora no recuerdo si me llamó “imbécil” o “capullo”).

Con el tiempo, todo hay que reconocerlo, el contingente de psicópatas en bicicleta ha ido remitiendo (también existe entre motoristas y automovilistas, pero se ven reducidos a la calzada, su hábitat natural), pero se ha visto sustituido por los devotos del patinete eléctrico, que han heredado de los ciclistas todas sus malas costumbres: saltarse los semáforos, llevarse por delante a los peatones, superar la velocidad permitida (a menudo, trucando el artefacto) y, en definitiva, haciendo lo que les sale de las narices. A diferencia de los ciclistas, eso sí, nos ahorran las pretensiones ecologistas y no pretenden sentirse superiores a automovilistas y peatones: se conforman con hacerles la vida más desagradable de lo que ya es.

ACCIDENTES PROVOCADOS POR PATINETES

Hace cosa de una semana, un señor en patinete estuvo a punto de perder la vida cuando, circulando a lo bestia, no fue arrollado por un autobús por el canto de un duro. Hace un par de días, el conductor de un patinete se saltó un semáforo y se llevó por delante a un transeúnte que está hospitalizado en estado grave (el merluzo del patinete apenas se hizo nada). Un reciente artículo de El País pasaba lista al número de accidentes provocados por los patinetes –que ya ni salen en la prensa– y destacaba las conductas incívicas y egoístas de sus conductores, que eran muchas y preocupantes. Algo grave pasa en nuestra querida ciudad cuando medios de transporte que en otros lugares son utilizados por personas razonables caen aquí en manos de irresponsables y egoístas. Ante semejante evidencia, estaría bien que la autoridad competente tomara cartas en el asunto, pero no hay que hacerse muchas ilusiones al respecto: si en la edad de oro de la bicicleta maragalliana, la Guardia Urbana se pasaba la vida mirando hacia otro lado, en la época del patinete comunero, cuando la alcaldesa está a matar con sus propias fuerzas del orden, no se puede esperar gran cosa en materia de orden público.

Ya sé que está muy feo tomarse la justicia por su mano, pero hace unas noches, viendo al animal de Craig en su cruzada personal contra los patinetes, experimente algo parecido a la vindicación. Por vía vicaria, eso sí.

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