El destino me llevó a cambiar de turno y así presenciar Ariadne auf Naxos en su última representación en el Liceu de Barcelona, con el segundo elenco. Y me alegro, porque así pude ver a la que constituye uno de los pocos alicientes de nuestro decadente teatro, la soprano Sara Blanch. Nacida en una población con menos de cien habitantes, en la comarca tarraconí de la Ribera del Ebro, Darmós, hija de un autodidacta apasionado por la música, es, sin duda, lo mejor de una representación bastante aburrida. De hecho su aria es la única que logró una ovación durante la noche y su salida al final fue recibida con entusiasmo, y eso que no era el día que sus conciudanos cogen un autobús para verla en directo, ritual que realizan siempre que Sara logra un papel en el Liceu. Premiada en los concursos Tenor Viñas y Montserrat Caballé tiene las cualidades para seguir progresando y dar el salto a teatros de mayor proyección, aunque lo primero será que el Liceu le ofrezca un papel en un primer reparto. De momento la volveremos a ver, de nuevo en el segundo reparto, en la Flauta Mágica, en junio.

El resto de la representación, aburrida. Ariadne auf Naxos tiene una brillante y bellísima música a la que se le superponen canciones y voces que en ocasiones parece que no acaban de encajar, así es Richard Strauss. Y todo lo que rodea a esta producción, menos las luces del vestido de Zerbinetta, es aburrido y apagado. Si la acción se supone que sucede en la casa del hombre más rico de Viena el decorado, plano e insulso, no corresponde precisamente con la casa de una persona adinerada. El vestuario es anodino y la obra cómica dentro de la obra más parece una caricatura que otra cosa. Corsés iluminados, tacones para hombres, amaneramiento y travestismo gratuito restan más que suman. Aunque lo que más resta es mantener al compositor de la ópera en escena durante su representación, gesticulando más que dirigiendo.

LA ORQUESTA Y SARA BLANCH, LO MEJOR

Es una buena idea elevar a la orquesta a mitad del foso ya que la integra en la escena y, además, permite mayor proyección a una orquesta que el autor escogió de dimensiones reducidas. La orquesta, junto con Sara Blanch, lo mejor de la noche.

Las voces son en general correctas, destacando Johanni Van Oostrum en el papel de Ariadne con una una voz amplia y atractiva, cantando con gusto y emoción. Para el papel de Baccus hubo un cambio, David Pomeroy sustituía a Brandon Jovanovich. Cumplió bien. Y el resto, dentro de la normalidad. Todo muy alejado del elenco de campanillas que trajo la misma obra hace unos años al Liceu.

Lo peor, de nuevo, no fue la representación sino la programación. ¿Qué sentido tiene comenzar la temporada del 175 aniversario del Liceu, la de la recuperación, la que nos promete el paraíso, con una obra como ésta y, sobre todo, con un reparto y producción como éstos? ¿Cómo se puede programar un 175 aniversario del Liceu sin Wagner? ¿Cómo podemos permitirnos la ausencia endémica de estrellas? La sala estaba medio llena, o medio vacía, claro que ya no se sabe si es porque no era un espectáculo atractivo o por las incomprensibles medidas del Procicat. Se ha adelantado una hora el comienzo de las funciones, parece que de manera estructural, y se han quitado las bandas de separación de butacas. Menos gente, pero apretada.

El esperpento de llenar la sala de los espejos con obras de dudoso gusto y calidad mejor lo dejamos para la siguiente producción, War Requiem, que a buen seguro nos hará echar de menos a esta aburrida Ariadne auf Naxos.

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