Una de las pocas ideas buenas surgidas de la administración Colau ha sido la de ampliar un poco la (cansina) temática del centro de exposiciones del Born y abrirlo a asuntos que no tengan nada que ver con el fatídico año 1714. Como todos podemos recordar, cuando estaba al frente de la institución el talibán Torra, aquello era una covachuela victimista de lujo cuya única misión era demostrar lo mal que se han portado siempre los españoles con Cataluña: aún recuerdo cómo se puso el inefable expresident de la Generalitat cuando le taparon en plan Christo la bandera y el mástil de la entrada (que mide exactamente 17 metros y 14 centímetros, (¿pillan la sutil referencia histórica?) en plena jugada conceptual: fue como si le hubieran mentado a la madre. Que el Born acoja –hasta el 9 de enero del año que viene– una muestra consagrada a Federico Fellini (Rímini, 1920 – Roma, 1993) es una buena noticia para los visitantes de museos y galerías en general y devotos del cineasta italiano en particular.
Organizada por el Born y el Instituto Italiano de Cultura, la exposición es una inmersión bastante lograda en el universo del difunto: hay fotos de sus películas, el vestuario de Donald Sutherland en Casanova, documentos de amigos y conocidos y, sobre todo, dibujos. Fellini dibujaba mucho, le encantaban los cómics (era un devoto de Mandrake el Mago, el personaje creado por Lee Falk en los años treinta, y llegó a colaborar con el erotómano Milo Manara en un par de álbumes, algunas de cuyas páginas han llegado al Born) y hacía garabatos a todas horas, incluso cuando comía o escribía. Esos dibujos constituyen, en mi opinión, lo más interesante de la muestra, que se nutre, sobre todo, del material acumulado por la heredera del cineasta, su sobrina Francesca Fabbri Fellini.
Deambulando estos días por el Born, uno se siente de regreso en una época en la que los directores de cine con fundamento tenían más importancia que ahora, una época en la que el estreno de la nueva película de Hitchcock, Fellini, Visconti, Chabrol y hasta Fassbinder era una especie de acontecimiento esperado por sus seguidores (ahora ruedas una película y todo el mundo te pregunta en qué plataforma la van a colgar: se va olvidando la posibilidad de proyectar un largometraje en pantalla grande). Para los que habíamos visto los dibujos de Fellini reproducidos en libro, ver los originales es una experiencia un tanto mitómana, pero muy estimulante. Y yo diría que una de las personas que más debe echarle de menos es Milo Manara, excelente dibujante (nadie ha captado el esplendor del trasero femenino con tanta eficacia como él), pero discutible guionista, que nunca ha podido volver a encontrar un compañero de viaje literario del fuste de don Federico.
El paseo por el Born permite recordar las películas del maestro y establecer de nuevo un orden de preferencias. Personalmente, mi Fellini favorito es el de I vitelloni, aquella historia agridulce protagonizada por una pandilla de inútiles de pueblo que solo se animan un poco en verano, cuando llegan las turistas y, con un poco de suerte, consiguen mojar. Nada tengo en contra de sus películas más caras, pero siempre he pensado que el cutrerío melancólico a lo Berlanga y Azcona le sentaba especialmente bien. No sé qué vendrá después de Fellini, pero esta nueva época del centro empieza la mar de bien: por un lado, Ada Colau nos sopla el Hermitage (una negativa que roza la obsesión); por otra, rescata el Born del triste destino hacia el que se encaminaba bajo la dirección de Quim Torra. Una de cal y una de arena, que, por otra parte, es algo muy típico de los comunes.
Esperemos que lo de Fellini no sea flor de un día y podamos seguir visitando el Born para algo más que ver cuatro piedras del siglo XVIII y visitar una librería especializada en productos para lazis. Ya que nos quedamos sin la gran biblioteca pública que nos iba a fabricar el perverso estado español, intentemos disfrutar de un centro de exposiciones que vaya más allá del victimismo patriótico. O, como dice el refrán, de lo perdido saca lo que puedas.