El pasado sábado tuvo lugar en Barcelona una manifestación de aguerridos e indignados negacionistas (entre 400 y 500) que se dieron cita en la plaza de la Universidad y enfilaron Pelayo en dirección a la plaza de Cataluña. Estaban que trinaban y coreaban lemas de la enjundia de “Los niños no se tocan” o “No queremos ser ratas de laboratorio”. Al mismo tiempo, en Australia, las autoridades decidían si había que dejar al tenista serbio Novak Djokovic participar en un torneo o si lo mejor era deshacerse de él y devolverlo a su país con carácter de urgencia por haberse saltado las reglas imperantes en el tratamiento del Covid. No les ocultaré que me caen igual de mal los unos y el otro. Ni que me he alegrado de que, finalmente, hayan deportado a ese señor cuyo padre insiste en que es una mezcla de Jesucristo y Espartaco, aunque a mí solo me parezca un millonario sobrado e insolidario que, de vez en cuando, queda a comer con antiguos criminales de guerra. No soporto a los antivacunas por pesados e irracionales. Lo cual no implica que tenga una fe ciega en las autoridades sanitarias y políticas que han puesto en marcha la vacunación de la población: tengo la impresión de que andan tan perdidas como yo y que van dando palos de ciego sin parar, pero la vacunación se está mostrando razonablemente eficaz y, además, algo hay que hacer para combatir esta nueva plaga, aunque no se sepa exactamente qué y se siga una política de ensayo y error.
No sé si ustedes tienen que aguantar a algún antivacunas en su círculo más cercano, de amigos a parientes, pasando por usuarios de las redes sociales. Yo sí, y les aseguro que los pobres pueden ponerse muy pesaditos con sus advertencias, que a veces adquieren el tono de una maldición gitana (a mí me han augurado un ictus con la tercera vacuna, por ejemplo). Resultan especialmente irritantes los aires de superioridad que se gastan y parecen considerarse a sí mismos los happy few de los tiempos presentes. Para hacerte callar, te aseguran que disponen de fuentes de información que a ti se te escapan porque eres un pobre borrego que se cree a pies juntillas todo lo que dice la prensa oficial, que es mentira, como todo el mundo sabe. Cuando les informas de que te has puesto las tres vacunas y que te piensas poner la cuarta si se tercia, adoptan un tono perdonavidas y te dejan por imposible: allá tú si quieres morirte de obediencia, pero a ellos no se la dan con queso. Para acabarlo de arreglar, casi todos son fans de Novak Djokovic, al que consideran un héroe de los tiempos modernos, aunque no sé si coinciden con su padre en lo de que el tenista está a medio camino entre Espartaco y Jesucristo. A todos les cae mal Rafa Nadal, al que tildan de burgués reaccionario y derechista por decir que está de acuerdo en que si hay unas normas hay que cumplirlas (por no hablar de que el muchacho es más bien de orden, monárquico y del Real Madrid, señales inequívocas de que nos hallamos ante un enviado de Satán). Los imagino indignados ante la deportación de su ídolo, lo cual me causa, ¿para qué negarlo?, una cierta satisfacción.
ACTITUD SOBRADA Y PERDONAVIDAS
El coronavirus ha generado un clusterfuck considerable. Estábamos más preparados para una posible invasión de los marcianos que para un remake de la peste negra medieval. Pero el virus ha llegado y parece que para quedarse. Solo podemos confiar en que vaya perdiendo energía y se convierta en una especie de resfriado molesto. Mientras tanto, hay que hacer algo. Crear vacunas, por ejemplo, y administrárselas a la población. Ya vimos cómo acabó la célebre alternativa Boris Johnson, cuando a ese hombre que no distingue un jolgorio en los jardines de Downing Street de una jornada laboral le dio por apuntarse a la inmunidad de rebaño, no hacer nada de nada y ver cómo iban cayendo como moscas sus sufridos compatriotas. Lo de Macron hablando de sus ganas de emmerder a los antivacunas fue un exceso verbal, pero lo comprendo. Y confundir una comprensible actitud antisistema con un delirio seudo libertario apoyado en webs conspiranoicas me parece del género tonto. Intentar razonar con los antivacunas, además, es una pérdida de tiempo (lo he comprobado): si les dices que hay más muertos entre los no vacunados que entre los vacunados, se sacan de la manga unos datos alternativos que afirman justamente lo contrario. Y eso que solo me trato con personas más o menos razonables, no con fans de ese nuevo Carlos Jesús que es Miguel Bosé.
Reconozco que, como hasta ahora no he pillado el bicho, me lo tomo todo con cierto fatalismo y una actitud modelo “Que sea lo que Dios quiera”. Puede que me deje llevar por la inconsciencia, pero eso es también lo que hago cuando me subo a un avión, por ejemplo. Confieso que no me paso el día pensando en el virus, que las mascarillas me duran hasta que casi andan solas y que el sentimiento imperante en mí con respecto al tema es que se trata de una tabarra a la altura de la del prusés. Se me han muerto un par de amigos por el covid de marras y lo he lamentado mucho. Me he puesto las vacunas por una mezcla de responsabilidad social y prudencia personal, aunque sin estar convencido de que me convertían en inmortal. No soy el maestro Pangloss de Voltaire y no creo vivir en el mejor de los mundos posibles. Solo estoy convencido de una cosa: los antivacunas, con su actitud sobrada y perdonavidas, son parte del problema, no de la solución. Y en cuanto al híbrido de Espartaco y Jesucristo, que lo zurzan, francamente.