Cuando la Pascua te hacía la pascua
La Semana Santa de hace unos cuantos años podía ser una pesadilla, con unos ritos que había cumplir, bajo la presión del nacional-catolicismo
16 abril, 2022 00:00Noticias relacionadas
Hace ya unas cuantas décadas, desde que somos (teóricamente) un país laico, que la Semana Santa es un período vacacional más cuyos referentes religiosos se han ido difuminando. Se supone que lamentamos la crucifixión de Jesucristo y celebramos su posterior resurrección, y que deberíamos mostrarnos consecutivamente contritos y alborozados, pero, en la práctica, pasamos de Dios padre y Dios hijo y salimos corriendo hacia la playa o hacia otras ciudades sin pararnos a pensar mucho en aquél que murió por nuestros pecados. Yo, como no me he ido a ninguna parte porque soy free lance y, como decía un amigo, trabajo cuando quiero, incluso sábados y domingos, he optado este año por un pequeño viaje en el tiempo que, si no les importa, compartiré con ustedes. Si son de mi quinta, recordarán perfectamente de qué les hablo. Si son más jóvenes, es posible hasta que no me crean. Les hablo de una época en que la pascua te hacía, literalmente, la pascua, cuando un ambiente ominoso, propiciado por el nacional-catolicismo franquista, impregnaba toda Barcelona y obligaba a sus habitantes a comportarse de una manera peculiar, tirando a absurda. Cuanto más meapilas era tu familia --la mía, hay que reconocerlo, no lo era en absoluto, pese a no ser más de derechas porque no entrenaba lo suficiente--, peor lo pasabas. Pero el entorno ya ponía de su parte todo lo posible para amargarte los días de supuestas vacaciones.
En casa se materializaba por Semana Santa algún santo en forma de estatuilla en hornacina que alguna vecina le pasaba a mi abuela para que lo custodiara un día o dos antes de pasárselo a la siguiente afortunada. Aparecía aquella especie de mini ataúd y se suponía que debías mostrarte agradecido a la beata que te lo había endilgado. Fuera del hogar, se practicaba un ritual peripatético conocido como “visitar monumentos” y que consistía en que toda la familia cristiana se dedicaba a patrullar el barrio y sus iglesias, haciendo un alto en cada una de ellas para rezar algo: un pasatiempo divertidísimo.
COMER PESCADO
Casi tanto como la programación de los cines, que guardaban en el cajón las películas que estuvieran exhibiendo para sustituirlas por cintas de contenido pío (no como ahora, que a lo sumo algún cine, por hacer una gracia retro, programa Ben Hur un par de días). En la televisión, tres cuartos de lo mismo, aunque con algunas excepciones inexplicables (no sé si sucedió o si me lo he inventado, pero recuerdo que en Semana Santa solían caer en TVE Beau Geste y Raza, que en la mente confusa del programador debían tener muchos puntos de contacto, aunque yo nunca los capté). Tus series favoritas desaparecían momentáneamente de la pantalla y se veían sustituidas por procesiones llenas de encapuchados que, de pequeño, me daban muy mal rollo, pues no los distinguía de los miembros del Ku Klux Klan que aparecían en algunos westerns: aún hoy, la gente con túnica y capirote me da una grima tremenda.
Dios no te dejaba en paz ni a la hora de comer. Por motivos incomprensibles, a Él, a su Hijo o a los Dos Juntos les molestaba mucho que comieras carne mientras los romanos quitaban de en medio al Salvador; por el contrario, si comías pescado, parece que la crucifixión resultaba menos dolorosa. Y así sucesivamente, aunque en diferentes grados de rigor religioso (recuerdo que las procesiones andaluzas resultaban especialmente terroríficas, sobre todo por la aparición de unos señores que, desde los balcones, cantaban unas coplas siniestras llamadas “saetas” que te encogían el corazón como si estuvieras en la antesala del infierno).
Supongo que, ya entonces, los ricos se iban a la playa o a donde fuera, pero uno tenía la impresión de que todos los barceloneses nos habíamos quedado en la ciudad y nos dedicábamos a sufrir, ya que la parte supuestamente divertida del asunto tampoco lo era tanto y se reducía, para los niños, en pasear una palma o un palmón el Domingo de Ramos. Las palmas eran para las niñas y, consecuentemente, eran unas estructuras delicadas y hasta con filigranas. Los niños se apañaban con el palmón más grande que encontraban y con el que intentaban sacarle un ojo a los transeúntes con los que se cruzaban: en mi colegio, se trataba de tener un palmón más grande que el de los demás, en una clara metáfora fálica. Celebrada la efeméride, supongo que el palmón de marras iba a parar a la basura.
¿PERDER LA IDENTIDAD?
Y así pasaban cuatro o cinco días de mierda que te hacían desear fervientemente volver al colegio cuanto antes. Cuatro o cinco días comiendo cosas del agrado del Señor (no se entiende cómo nadie se puede preocupar por lo que comen sus súbditos cuando le están crucificando al primogénito), viendo procesiones por la tele, tragándote Quo Vadis por enésima vez, incordiando a los adultos con un palmón descomunal que no controlabas del todo y saludando de vez en cuando al santo que le habían prestado a la abuela por un ratito. Con su lógica peculiar, la Iglesia había decidido que la Navidad era para estar contento y la Semana Santa, para sentirte miserable y, sobre todo, culpable. No negaré que había una loable voluntad de trascendencia, pero tal vez no se aplicaba ésta de la mejor manera.
Y aquí acabo mi pequeño viaje en el tiempo porque me estoy deprimiendo y no quiero que les pase lo mismo a ustedes, que deben estar tostándose al sol o visitando Londres o París. Debo tener un pronto masoquista, pues hago este viaje cada año y parece que no me canso de repetirlo. Será por aquello que cantaba Raimon de que quien pierde los orígenes, pierde la identidad. O algo parecido. Aunque la verdad es que lo único que echo de menos de todo aquello es el pase televisivo de Beau Geste, si es que no se trata de un recuerdo inventado para dulcificar la memoria, lo que también podría ser.