El reverendo anglicano Joseph Townsend nació en Inglaterra el 1739. Estudió medicina y recibió las órdenes sagradas el 1763. Ejerció como rector durante medio siglo en Pewsey, donde murió el 1816. Durante su larga vida visitó diversos países europeos (Irlanda, Francia, Flandes y Suiza, entre otros).
El mes de abril de 1786 llegó a España para recorrerla en buena parte (Cataluña, Aragón, Madrid, Toledo, Castilla la Vieja, León, Asturias, Andalucía, Murcia y Valencia fueron los territorios visitados) hasta junio de 1787. Fruto de este largo periplo, de quince meses de duración, fue su libro A journey through Spain in the years 1786 and 1787, publicado por primera vez en Londres sólo cuatro años después, en 1791. Este libro ha sido considerado como el más rico y preciado libro de viajes por España del siglo XVIII. Sus descripciones de las costumbres de los diversos pueblos peninsulares, los datos sobre economía (agricultura, manufacturas y comercio) y sobre las instituciones del Reino, así como el estudio geológico de los terrenos recorridos y descritos, son algunos de los aspectos más relevantes del relato de Townsend. El texto es un reflejo muy aproximado de la sociedad y de la cultura de finales del XVIII, vistas desde la perspectiva de un viajero británico e ilustrado.
El 10 de abril de 1786 entró en Cataluña por el paso de la Jonquera. En diligencia y de forma apresurada pasó por el Empordà, Girona y el Maresme, pues su intención era poder llegar a la ciudad condal lo antes posible, con el fin de poder asistir a los actos de la Semana Santa barcelonesa. Así, el 12 de abril, Miércoles Santo, ya estaba instalado en Barcelona, que se preparaba para celebrar con toda solemnidad esa época religiosa. Según Townsend, es posible que no hubiera ciudadanos más generosos ni magistrados más celosos como los de Barcelona para preparar las procesiones de Semana Santa.
El Jueves Santo lo dedicó a recorrer las iglesias de la ciudad para observar los preparativos de la procesión vespertina, en la que se iban a representar los últimos sufrimientos del Redentor. En cada iglesia encontró dos imágenes de tamaño natural y que recibían la devoción de los feligreses; la una representaba a Cristo al ser bajado de la cruz y la otra a la Virgen bellamente adornada, atravesada por siete espadas y apoyada sobre el cuerpo inclinado de su hijo. Detrás, la vista quedaba deslumbrada al contemplar un escenario con unas columnatas soportando una multitud de cirios, mientras que los oídos se sentían encantados al escuchar la armonía del canto del coro.
Cientos de miles de personas, más de cien mil según nuestro viajero, invadían las calles, recorriendo las iglesias para expresar su fervor, con una reverencia y un beso en los pies a las imágenes más veneradas. Aunque la mayoría eran ciudadanos barceloneses, también los había de las poblaciones cercanas e incluso de otras provincias.
Ya al atardecer tuvo lugar la primera procesión, que discurrió por las calles con un ritmo lento y solemne y en el más perfecto orden. Townsend describe todos los pasos que participaron en el cortejo procesional y que mostraban los hechos sucedidos en la Pasión de Cristo: la última cena, el beso de Judas, la flagelación, la crucifixión, el descendimiento de la cruz, la unción del cuerpo del Señor y la escena del entierro con todos sus elementos. Eran imágenes de tamaño natural dispuestas ordenadamente sobre catafalcos, lo que hoy conocemos como pasos, algunos de los cuales eran muy elegantes. Las escenas aparecían adornadas con tallas, oropeles, ricas telas de seda, brocados y terciopelos primorosamente bordados, realizados por los artistas más hábiles. No se escatimaban gastos ni en los materiales, ni en la hechura de las imágenes ni en los cirios, consumidos profusamente. Cada entablado era llevado sobre los hombros de seis hombres, ocultos por unos faldones de terciopelo negro que cubrían todo el paso.
Pesado crucifijo de tamaño natural
La procesión la abrían unos centuriones romanos, cubiertos con armaduras, y la cerraban los soldados de la guarnición. Entremedias los pasos iban escoltados por sacerdotes, así como por un nutrido grupo de ciudadanos, unos ochocientos burgueses apunta Townsend, vestidos con hábitos negros de cola que portaban un cirio en sus manos. Además, el cortejo iba acompañado por ciento ochenta penitentes, que también llevaban antorchas y llamaron poderosamente la atención del pastor anglicano por su atuendo, rematado por un tocado cónico, un capirote, que cubría completamente la cabeza y la cara y con sendos agujeros para los ojos. Tan peculiar indumentaria debía su razón de ser al deseo de ocultar a los penitentes y evitarles avergonzarse. Éstos precedían a otros veinte que caminaban descalzos, arrastrando pesadas cadenas y llevando grandes cruces sobre sus hombros. Iban situados delante del paso de la urna con el Cristo yacente, escoltado por veinticinco sacerdotes revestidos con sus más ricas vestiduras. Junto a la imagen, una escogida capilla musical, compuesta por oboes, clarinetes, cuernos franceses y flautas, que interpretaba música solemne. Todo ello, sin duda, debía conmover el ánimo de los que contemplaban el cortejo, quedando profundamente impresionados.
Al acabar la procesión, el pueblo se retiró tranquilamente a sus casas, a pesar de ser cientos de miles, más de cien mil insiste Townsend, los reunidos para contemplar ese espectáculo, sin que hubiera ningún tipo de incidente. Unas horas más tarde, antes de las ocho de la mañana, tuvo lugar otra procesión parecida, aunque más elegante, por las calles de Barcelona. Y ya por la noche tuvo lugar una tercera estación de penitencia, a la que asistieron todos los nobles de la ciudad acompañados por dos sirvientes. Portaban por turnos un pesado crucifijo de tamaño natural. Los pasos y las imágenes no eran los mismos que los de la noche del Jueves Santo, aunque eran llevados igualmente por portadores ocultos bajo los faldones de terciopelo negro, ricamente bordados. Doscientos penitentes, vestidos de gris, los seguían. Varios niños llevaban pequeñas cruces y una antorcha en la mano.
Los distintos pasos pertenecían a diferentes corporaciones, tanto de nobles como de artesanos, y estaban ordenados en las procesiones según su derecho de precedencia. Estos grupos escultóricos eran llamados “el misterio de la corporación”. Townsend destaca el de los artesanos franceses, un Ecce Homo, que iba precedido por el cónsul escoltado por las personas más miserables de su nación.
Con gran asombro del pastor anglicano, a las nueve de la mañana del Sábado Santo fue anunciada la Resurrección de Cristo mediante el repique de campanas, el ruido de los tambores, las salvas de los cañones, los gritos del pueblo y las luminarias. En un momento quedaron reemplazados los signos de dolor por las muestras de la alegría más exaltada.
Una vez contempladas las celebraciones de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, que tanto le llamaron la atención, Townsend continuó su estancia en Barcelona durante tres semanas. En ese tiempo pudo recorrer sus calles y sus principales edificios (iglesias, hospicio, Hospital General, reformatorio, real Audiencia, etc.). Así mismo, pudo contactar con personas relevantes, que le proporcionaron informaciones diversas, como el juez de la Audiencia Francisco de Zamora, autor de un destacado diario de viajes por Cataluña. El pastor anglicano aprovecha su relato para dar noticia de aspectos variados de la vida de los catalanes y de los barceloneses: sistema judicial catalán, impuestos y rentas, Inquisición, censo de población de Barcelona, oficios, comercio con América, unidades monetarias y medidas de pesos, sistemas de cultivos e indumentaria, entre otros.
Fruto de las observaciones
Townsend abandonó Barcelona el 6 de mayo en coche de mulas camino de Madrid. Después de recorrer buena parte de los territorios peninsulares, casi catorce meses después volvió a la ciudad condal, a donde llegó procedente de Valencia y Tarragona, presentándose ante el Capitán General de Cataluña, el conde de Asalto, con una carta del conde de Floridablanca, que por sí sola bastó para asegurarse una buena acogida. Los días que pasó nuevamente en la capital catalana le permitieron conocer a otros importantes personajes, como el obispo de Girona Tomás de Lorenzana y los doctores Francisco Sanponts (Francesc Santponç i Roca) y Francisco Salvá Campillo, entre otros. En julio de 1787 abandonó Barcelona camino de Suiza, siguiendo el mismo camino que ya había descrito cuando relató su entrada en España. Con gran tristeza abandonó un país del que siempre recordaría la amabilidad y las atenciones recibidas, así como la generosidad de sus habitantes.
El relato de Joseph Townsend es, sin duda, uno de los estudios más completos sobre España y, por ende, sobre Barcelona. Sólo viajeros posteriores, como Richard Ford, superarían su capacidad para diagnosticar e interpretar todo lo que vio y describió en su diario de viaje. Su exhaustivo retrato de Barcelona es fruto de sus observaciones y del contacto con personajes de la ciudad, que lo ilustraron y lo acompañaron durante su estancia barcelonesa, para un mejor y mayor conocimiento de lo más notable que en ella había a finales del siglo XVIII.