El escritor francés Francis Carco, nacido François Carcopino-Tusoli, nació el 1886 en Numea (Nueva Caledonia), donde su padre estaba destinado como inspector de propiedades del Estado. Allí transcurrieron sus primeros cinco años de vida. Al regresar la familia a la metrópoli, se enfrentó al autoritarismo y la violencia paternal refugiándose en la poesía. Vivió en Niza, Agen, Lyon y Grenoble, poblaciones en las que entrará en contacto con los bajos fondos. A partir de 1910 residirá en París, frecuentando los ambientes cabareteros y prostibularios de Montmartre.

Desde ese momento Francis Carco se convertirá en el cantor del París más canalla, escribiendo sus novelas más señeras: Jésus la Caille (1914) y L’Homme traqué (1922). Dentro de su amplia producción literaria también tendrán un espacio las memorias, los reportajes y las biografías noveladas. Murió aquejado de parkinson en mayo de 1958.

Dibujo de Francis Carco

En marzo de 1929 publicó en París sus dos obras sobre España, Huit jours a Séville y Printemps d’Espagne, la primera incluida íntegramente en la segunda, fruto de su viaje por nuestro país en la primavera de 1928. Carco llegó a España como un reportero moderno disfrazado de pos-romántico, con los tópicos hispanos en su retina, fruto de las lecturas de algunos románticos franceses del XIX (Gautier y Mérimée), así como de la obra de Jean-Louis Talon La Marquesita. Su relato, tratado de forma novelada e intercalando conversaciones, recoge sus andanzas por varias ciudades: Madrid, Toledo, Cádiz, Sevilla, Granada, Córdoba y Barcelona, sobre todo por los bajos fondos.

En Barcelona estuvo entre el sábado 28 de abril y el miércoles 2 de mayo de 1928, apenas cinco días pero que dieron mucho de sí. La primera tarde salió del hotel para pulular por los alrededores de las Ramblas, adentrándose “en el centro de un barrio miserable”. En la calle San Ramón vio como “se ofrecían chicas alineadas como animales de feria”, a las que unos clientes árabes les palpaban los pechos e intentaban ponerse de acuerdo sobre el precio que habían de abonar. Por todas partes, cientos de prostitutas, apostadas en las paredes, reclamaban la atención del viajero y una de ellas, al desconocer la lengua en que debía hablarle “se levantó la falda con socarronería, en un escondrijo de puerta [sic], y se mostró desnuda hasta medio cuerpo.” Pasó por vías “sombrías”, pobladas de mujeres que lo llamaban. Desorientado, cuando sonaban las dos de la madrugada, consiguió regresar a las Ramblas.

HISTORIAS SORPRENDENTES

El domingo Carco se acercó hasta la Barceloneta. Lo que veía le recordaba a Marsella. Paseó por el puerto y llegó hasta la estatua de Colón. Y de allí hacia las Ramblas. Subiendo descubrió la calle Arco del Teatro, “bordeada por casas de compromiso, bares y algunas tascas”. Desde allí se adentró en “la sórdida calle del Cid Campeador”, con salas de bailes y donde recibió las insinuaciones de jóvenes amanerados que él rechazó. Allí conoció a un homosexual que se prestó a acompañarlo. Después de visitar la Créole, y a pesar de la insistencia del joven por seguir recorriendo otros locales de ambiente gay, prefirió continuar solo su periplo por la noche barcelonesa.

De esta manera llegó a una amplia avenida, entonces llamada del Marqués del Duero y hoy Paral·lel. Entre las chimeneas de la fábrica eléctrica (La Canadiense) se levantaban numerosos locales, algunos de los cuales por su nombre intentaban emular a los parisinos que Carco tan bien conocía: Apolo, Moulin Rouge, Bataclan y Folies Bergère. Eran cafés-concierto con grandes rótulos luminosos. Pasó por casi todos ellos. En el Apolo, muy próximo al histórico bar La Tranquilidad, pudo contemplar la actuación de unas “chicas robustas” y con “grandes pechos” que mostraban a los ojipláticos y agradecidos asistentes. Seguidamente entró en el Folies Bergère, con un patio de butacas repleto “de dandies de los suburbios”. En el escenario “una bella muchacha” andaluza bailaba imitando a un torero. Más tarde pasó por el Moulin Rouge.

Portada de Primavera de España, editada por Almuzara en 2008

Por los callejones que separan el “barrio del Paralelo” de las Ramblas tuvo tiempo de vislumbrar “borrachos en las tabernas” y una escena que le llamó tristemente su atención. Alzando la mirada vio “a una mujer con un tipo” en una habitación, mientras en la calle una niña de apenas cinco años miraba. Al preguntarle a quién esperaba, la niña le contestó que a su madre. Probablemente fuese la mujer de la habitación, o bien otra que “desde una casa vecina, gritaba como una perdida mientras que, jadeando, el hombre que la apaleaba” le gritaba “¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!”.

Al pasar por la calle San Ramón encontró a un francés, apodado el Graba, personaje curioso que se ganaba la vida como podía. Conocedor de los locales del barrio, le llevó a una taberna decorada con retratos de toreros. Con él pasó la noche del domingo escuchando las “historias sorprendentes” que le relató.

El lunes 30 de abril por la mañana Carco se fue en busca de Miguel Utrillo, director de la sección de Bellas Artes del Palacio de la Exposición, el actual Museu Nacional d’Art de Catalunya. La dirección se la dio Picasso. Utrillo lo acogió encantado y le mostró parte de lo allí expuesto. En un auto de alquiler, junto a tres artistas más (Labarta, Canals y Noguès), fueron a almorzar a la Maison Dorée. Después regresaron al museo para que Utrillo le mostrase otras salas del mismo.

Una vez empapado de arte y cultura, Carco emprendió un largo paseo de vuelta al centro. Visitó la plaza de la Constitución, donde pudo admirar las fachadas del Ayuntamiento y de la Diputación. Prosiguió hacia la catedral, entrando por el claustro, impactándole sobremanera “la elegancia de sus tres altas naves con nervaduras”. A continuación, recorrió diversas iglesias: Santa María del Mar, Santa María del Pino y Nuestra Señora de Belén, entre otras. Era la hora del aperitivo, que él tomó en el café de Oriente.

Para cenar escogió el Café Suizo. Carco lo califica como “restaurante excelente” y con un camarero que hablaba francés, por lo que se sintió muy a gusto. Este peculiar camarero, lector de Tagore, le indicó que a los catalanes no les gustaba ser españoles, asociando el ser catalanes con ser “modernos”.

VIGILANCIA POLICIAL

Al salir del Suizo se acercó otra vez al café de Oriente, donde había quedado con Mateo Fernández de Soto, personaje que había servido de modelo a Picasso. Con Soto pasó la noche, adentrándose una vez más en el Barrio Chino. En la calle del Cid pudo observar “una animación poco común”, pues era la víspera del 1 de Mayo. Visitaron el bar Ancla, donde abundaban los homosexuales de diferentes nacionalidades (noruegos, italianos, etc.). Pero como este ambiente no acababa de satisfacerle cambiaron de barrio y se trasladaron al Paralelo. Entraron en el Apolo, donde estaba actuando una joven “bailaora” que le encandiló. Al acabar su actuación, la “bailaora” se sentó en su mesa, pero le decepcionó, pues era una “criatura mediocre, sin personalidad”. Siguieron su pulular regresando al “sórdido barrio de prostitución” y acabando la noche en un cabaret.

El martes 1 de mayo nuestro viajero inició su aventura barcelonesa visitando la Sagrada Familia. En coche llegó hasta el templo de Gaudí, cuyas torres inconclusas le defraudaron sobremanera. Regresó por el Eixample al centro para visitar la casa de Milà y Camps, la Pedrera, obra también de Gaudí. Tampoco le gustó, aunque le resultó cómica la fachada. Se sintió sofocado y pidió que el chófer lo llevase hasta el puerto. Por el camino pudo contemplar como todo estaba cerrado y las calles desiertas. La vigilancia policial, con patrullas de guardias civiles fuertemente armados, le llamó la atención.

Después de almorzar en el Café Suizo se encaminó hasta Montjuïc, desde donde pudo extasiarse contemplando toda la ciudad. Ansioso por conocer el barrio situado a los pies de la montaña, el Poble Sec, bajó hasta un “ventorrillo”, El Recreo, desde el que se divisaba un barrio obrero, fábricas, “las horribles chimeneas de la fábrica eléctrica” y el inicio del Paral·lel. Prosiguió su peregrinar hasta la Rambla Santa Mónica, pasando por una plaza donde unos niños jugaban, mientras en el umbral de las puertas “apacibles prostitutas” cantaban y llamaban a los hombres que por allí pasaban.

Al anochecer la ciudad reemprendía su habitual actividad. Dos periodistas, de los que no da sus nombres, se habían presentado en el hotel buscándolo. Quedaron con él en la cervecería La Guinda, local de ambiente homosexual situado en la Rambla Santa Mónica. Allí entablaron conversación con un tal Juanito, que les explicó que era habitualmente molestado por la policía. A continuación, conoció a un tal “señor Pepete”. Este personaje, tratante de blancas, le propuso la compra de dos prostitutas procedentes de Marsella, que después Pepete acabaría por llevarse a Argentina. En principio Carco aceptó la propuesta, aunque en el texto no queda acreditado que llevase a cabo ese claro delito.

Portada de la primera edicion en francés de Printemps d'Espagne (1929)

 

AMBIENTES CABARETEROS

Fueron a cenar al primer restaurante vasco abierto en Barcelona, el Muñagorri, propiedad de un torero bilbaíno afincado en la ciudad condal desde 1926. Allí pudo captar como iban cambiando los hábitos de la gente. Las tertulias taurinas, relegadas a locales como el Muñagorri y algunas tabernas, eran sustituidas por las futbolísticas, ya mucho más populares que aquellas. Después de cenar, Carco y sus acompañantes emprendieron un amplio periplo por music-halls, cabarets y tablaos flamencos: Chocolate, Trink-Hall, Bobino, El Dorado, Café Catalán y Buena Sombra. Al retirarse uno de los periodistas, el escritor y el que se quedó con él prosiguieron visitando otros cabarets (Excelsior, Paname, Edén y Villa Rosa), todos atestados de público y con “unas chicas muy bonitas”. En el Villa Rosa vieron la actuación de una gitana, la Tanguera, y allí pudo degustar “un vino excelente”, un Tío Pepe. Tras una última botella, ya al alba, regresó al hotel.

El miércoles, tras comer otra vez en el Café Suizo, se reencontró con el Graba, su guía durante su última noche barcelonesa. Lo primero que hizo el Graba fue desaconsejarle que se relacionara con las prostitutas callejeras. Teniendo en cuenta que era un buen guía de las casas de citas, se dejó llevar. Al acceder a una de estas casas fue participe de un “juego”, que consistía “en tirar el as de oros para ganar el favor de una de las mujeres del establecimiento”. Por una “escalera sórdida” accedieron al local, donde una treintena de mujeres (francesas, rusas, chinas, italianas, etc.) daban vueltas por una sala ante la mirada de los clientes, que llamaban a las que más les gustaban. Tras un incidente con una chica que había bebido en exceso, el camarero le presentó a otra chica “rubia alta”, con la que se supone acabaría de pasar la velada.

Las casi cuarenta páginas que Francis Carco dedica a Barcelona son una excepcional fotografía literaria de los ambientes cabareteros y prostibularios de la ciudad a finales de los felices años veinte. En ellos se adentró sin remilgos, como ningún otro viajero había hecho hasta aquel momento.

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