La mañana de un 20 de diciembre, Antoni Gaudí recibió una felicitación navideña de parte de su coetáneo Joan Maragall. Las líneas del poeta modernista son lo más bello jamás escrito sobre la Sagrada Familia, El templo que nace.
Era 1900 y Maragall gustaba de acercarse a visitar las obras de la basílica de Gaudí, cuya construcción se había iniciado en marzo de 1882.
POESÍA DE LA ARQUITECTURA
Allí, a las afueras de la ciudad, hacia el final del Eixample, un templo “apenas nace, y ya invita. No es arquitectura: es poesía de la arquitectura”.
Allí donde se cruzan los caminos de los obreros, que acuden raudos a las fábricas, se alza un templo que “no parece construcción de hombres. Parece la tierra, las peñas, esforzándose por perder su inercia y empezando a significar, a esbozar imágenes, figuras y símbolos del cielo y de la tierra en una especie de balbuceo pétreo”.
Allí donde se cruzan los caminos de los aristócratas, que empiezan a alzar sus torres entre los pinos de La Salut, el Guinardó y Camp de l’Arpa, se alza también un templo que “es un pétreo balbuceo de alegría que quiere decir Navidad”.
Allí donde todavía pastan rebaños de cabras y se confunden la ciudad y el campo, en ese oasis urbano, se alza “el templo que no concluye, que está en formación perenne, que nunca acaba de cerrar su techo al cielo azul, ni sus paredes a los vientos, ni sus puertas al azar de los pasos de los hombres, ni sus ecos a los rumores de la ciudad”.
Así, a fuerza de contemplación, reflexión y palabra viva, Joan Maragall compuso su felicitación navideña a Antoni Gaudí. Nueve párrafos que son una divina alegoría sobre la Sagrada Familia y el hombre. Seiscientas noventa y siete palabras que son poesía de Barcelona.
EL TEMPLO QUE NACE
"En las afueras de nuestra ciudad, hacia el norte, como quien va a la parte alta de San Martí de Provençals, en uno de esos sitios donde la población parece indecisa entre la turbulenta aglomeración industrial y la maciza suntuosidad de barrio aristocrático, conservando merced a esta indecisión todo el encanto primitivo del campo en medio de poblado, allí como pétreo florecimiento de aquel oasis, álzase un templo.
Álzase y extiéndese indefinidamente a través de los años sin decir el secreto de su altura ni de sus proporciones; desarróllase como una fuerza natural incontrastable, absorbiendo elementos, trabajos, obstáculos, ensueños y realizaciones individuales, arrastrándolo todo confundido en la sencilla enormidad de su impulso hacia lo alto.
¿Quién soñó con él antes de que naciera?, ¿quién allegó los primeros recursos?, ¿quién concibió su mole?, ¿quién la levanta?, ¿qué vidas se consumen en crearlo? A todas estas preguntas se responde con esta sola palabra: la fe. La fe en lo alto, en cuyo ardor se consumen todos los esfuerzos y a cuyo resplandor desaparecen todos los nombres, sin perderse no obstante ni uno solo de éstos ni de aquéllos; la fe anónima y abnegada de un Reino de los cielos levanta un templo a las generaciones futuras en un oasis en medio de la gran ciudad.
El templo naciente tiene ya un portal: el portal que mira hacia el barrio obrero. No tiene techado todavía, y ya tiene portal. No puede cobijar aún, pero hace ya acción de cobijar. No es aún recinto cerrado y, sin embargo, se entra ya en él. Apenas nace, y ya invita. Invita a las generaciones vivientes a comunión con las generaciones que han de venir, con las que llenarán las futuras naves de futuras oraciones.
Ese portal es algo maravilloso. No es arquitectura: es poesía de la arquitectura. No parece construcción de hombres. Parece la tierra, las peñas, esforzándose en perder su inercia y empezando a significar, a esbozar imágenes, figuras y símbolos del cielo y de la tierra en una especie de balbuceo pétreo.
NAVIDAD
Es un pétreo balbuceo de alegría que quiere decir Navidad. Allí los más humildes animales de la tierra, con los ángeles del cielo, con los ramajes de los bosques, con las estalactitas de las grutas más profundas y con los místicos símbolos de las ideas más altas, pugnan por vencer y desembarazarse de lo informe de la peña en que yacían, y vencen en efecto, y se forman y aparecen cantando la creación como un acto continuo de renovación, la Navidad como algo eterno. Desde las pesadas tortugas que apenas se distinguen del suelo sosteniéndolo todo, hasta las místicas palmas triunfantes en lo alto, todo parece allí contemplar a Jesús, al niño que acaba de nacer, al eterno niño que siempre nace.
¡Oh encanto de la formación indefinida! Yo comprendo que el hombre que más ha puesto de su vida en la construcción de este templo no desee verlo concluido, y legue humildemente la continuación de la obra y su coronamiento a los que vengan después de él. Bajo esa humildad y esa abnegación late el ensueño de un místico y el refinado deleite de un poeta. Porque, ¿hay algo de más hondo sentido y algo más bello al fin, que consagrar toda la vida a una obra que ha de durar mucho más que ella, a una obra en que han de consumirse generaciones que aún están por venir? ¡Qué serenidad ha de dar a un hombre un trabajo de esta naturaleza, qué desprecio del tiempo y de la muerte, qué anticipo de la eternidad!
¡El templo que no concluye, que está en formación perenne, que nunca acaba de cerrar su techo al cielo azul, ni sus paredes a los vientos, ni sus puertas al azar de los pasos de los hombres, ni sus ecos a los rumores de la ciudad y al canto de las aves! ¡El templo que aguarda constantemente sus altares, anhelando siempre fervientemente la presencia de Dios en ellos, levantándose siempre hacia Él sin alcanzar nunca su infinita alteza, pero sin perder tampoco ni un momento la amorosa esperanza! ¡Qué hermoso símbolo para írselo transmitiendo unos a otros los siglos!".