Jordi Sierra i Fabra en una imagen de archivo / EFE

Jordi Sierra i Fabra en una imagen de archivo / EFE

Vivir en Barcelona

Premio a la constancia

Jordi Sierra i Fabra acaba de tener su premio en Barcelona con la exposición que se le dedica en el Palau Robert y que ha sido comisariada por Hortensia Galí y Jordi Bianciotto

28 septiembre, 2022 00:00

Supe en mi adolescencia de la existencia de Jordi Sierra i Fabra (Barcelona, 1947) gracias a sus artículos sobre música pop en la revista Disco Exprés (a la que yo me incorporaría más tarde, cuando se hizo con ella Gay Mercader, y a la que acompañé hasta su hundimiento y desaparición en 1980) y, sobre todo, a su monumental enciclopedia de la música pop entre 1962 y 1972, que fue en la época el único texto de esas características que se podía encontrar en español (el grafómano en que se convertiría poco después ya apuntaba maneras). Sierra i Fabra empezó a escribir novelas a los ocho años, pero se esperó a tener cerca de treinta para empezar a publicarlas a la velocidad de la luz, contabilizando hasta hoy más de quinientos libros publicados entre relatos, novelas, poemas, biografías de figuras del rock, literatura juvenil y literatura para adultos. A su lado, el belga Georges Simenon, que publicó más de doscientos libros, la mayoría excelentes, queda como un vago de siete suelas, que es como me hizo sentir el señor Sierra i Fabra cuando me lo presentaron hace unos años, me preguntó cuántos libros había publicado, se lo dije (a mí me parecía una cantidad razonable) y se me quedó mirando como si no diera crédito a mi galbana y mi pachorra. Creo recordar que me espetó algo parecido a esto: “¡¿Solo?! ¿Y a qué dedicas el resto del tiempo?”. Pero lo hizo de una manera que era imposible cabrearse, ya que el hombre era de natural amable y simpático. Simplemente, le parecía inconcebible que la gente en general y yo en particular fuésemos incapaces de trabajar a su ritmo vertiginoso.

El estajanovismo literario de Jordi Sierra i Fabra acaba de tener su premio en Barcelona con la exposición que se le dedica en el Palau Robert y que ha sido comisariada por Hortensia Galí y Jordi Bianciotto, crítico musical y colaborador habitual de El Periódico de Catalunya con el que Sierra i Fabra escribió dos libros, Cadáveres bien parecidos (1999) y Bob Dylan (2005). Una visita al Palau Robert lo deja a uno levemente abrumado y con complejo de holgazán, pero, a diferencia de otras muestras sobre literatos, en las que parece que no se ha sabido como ilustrar sus mundos, aquí hay material de sobras y una colección de libros que no se acaba nunca. Y aunque muchos lo consideran un simple grafómano, lo cierto es que Sierra i Fabra ha cosechado abundantes premios (como el Ateneo de Sevilla en 1979 o el Gran Angular de Literatura Juvenil en 1981, 1983 y 1991), ha sido traducido a un montón de idiomas, es el autor más leído en ambientes escolares y hasta ha creado dos fundaciones para ayudar a jóvenes escritores, una en España y otra en Colombia, ¡y las dos el mismo año, 2004!

Cuenta Sierra i Fabra que empezó a escribir porque estaba hasta las narices de que se le chotearan en el colegio por ser tartaja, algo que podía controlar escribiendo, pero no hablando. Se puso a ello a la tierna edad de ocho años y no ha parado jamás, dejando una obra tan amplia como variopinta, tanto en castellano como en catalán. Calcula, según dijo en TV3, que lleva publicados 540 libros y que almacena unos sesenta que, por un motivo u otro, no han sido dados a la imprenta. Escribe constantemente, hasta en trenes y aviones, y mientras anda metido en un libro, ya está tomando notas para el siguiente. ¡Y no se cansa! Ni se para a pensar hasta qué punto es razonable trabajar a semejante ritmo. Es como si pensara que si deja de escribir sería como quedarse sin aire y palmarla al cabo de unos segundos.

A lo largo de su extensa producción, nuestro hombre ha tocado todos los palos, sin descuidar el relato policial, como atestiguan las doce novelas protagonizadas por el inspector Mascarell (nada que ver con el célebre político tránsfuga que pasó del socialismo al lazismo de un día para otro) y las cuatro del comisario Soler (nada que ver con el famoso bufón procesista de TV3). Tampoco se olvidó de la música pop de sus inicios, pues ha publicado un montón de biografías de figuras capitales del género. Ya en sus inicios iba por libre y creo recordar que no era tomado muy en serio por los popes de la crítica rock del momento, que lo consideraban un plasta. Como escritor, no puede decirse que llegara al olimpo que ocupan Marsé, Mendoza o el recientemente fallecido Marías, pero eso parece tenerle absolutamente sin cuidado.

Merece la pena visitar la exposición del Palau Robert, aunque solo sea para asomarse a la peculiar carrera e ingente obra de un grafómano que puede palmarla si le quitan el papel y el lápiz. Estamos ante un narrador único en su género. Que nos interese o no, que lo hayamos leído o no, ya es otra cosa que no tiene nada que ver con su entrega total y apasionada a la tarea de poner una palabra detrás de otra, transitando por diversos mundos, idiomas y públicos. Flota en el aire, claro está, una pregunta eterna: ¿para qué escribir tanto? Una pregunta que se queda sin respuesta, aunque el visitante de la muestra siempre puede hacerse con el comic que acaba de editar Norma y que constituye una peculiar autobiografía de este personaje, como dirían los americanos, bigger tan life.