El centro histórico de Barcelona albergó un día el arte más vanguardista del momento, comercios prósperos y palacios donde se refugiaba la nobleza. Hoy en día, pasear por el centro de la ciudad es como entrar en un museo de los horrores: tiendas de carcasas de móviles, supermercados 24 horas, grandes distribuidoras de ropa y establecimientos de CBD.
Un ejemplo de esta degradación la encontramos en el carrer Ample, en pleno corazón de Ciutat Vella. Esta vía fue el lugar escogido por la aristocracia catalana para construir sus casas nobiliarias e incluso los Reyes Católicos durmieron en uno de sus palacios una noche de hace seis siglos.
Una de esas señaladas casas nobiliarias es el Palacio Mornau, donde se reunieron insurrectos contra la ocupación napoleónica y hoy acoge un museo dedicado a la cultura del cannabis. A su lado izquierdo hay una inmensa tienda de souvenirs de marihuana, propiedad del museo; mientras que a su lado derecho hay un prostíbulo encubierto.
MUSEO MÁS GRANDE DEL MUNDO DEDICADO AL CANNABIS
El Palacio Mornau fue construido en el Siglo XV, pero no fue hasta 1908 cuando la reforma del arquitecto modernista Manuel Joaquim Raspall la convirtió en una magnífica obra arquitectónica. En su interior destacan antiguos retratos, tapices, cristales de colores, una espectacular bóveda y un íntimo patio andaluz. Sin embargo, el lugar entró en decadencia durante el Siglo XX, hasta que en 2012 fue completamente restaurado y abrió como el museo más grande del mundo dedicado al cannabis.
Ahora, cuenta con más de 6.500 piezas históricas relacionadas con esta planta que ha recogido su fundador, Ben Dronkers, durante 40 años. Al entrar, el museo presenta un recorrido histórico que explica el cultivo, el uso y el consumo de esta planta desde la antigüedad hasta la actualidad.
CAÓTICO Y ABURRIDO
Uno presupone que toda esta acumulación de artilugios relacionados con el cannabis va a ofrecer en algún momento una explicación razonable y compleja sobre la historia de la planta. Pero no hay manera. Todo es caótico, confuso y, encima, aburrido.
Después de recorrer diversas salas llenas de pipas, pinturas y papeles uno ya no sabe dónde está, ni cuál es el sentido del recorrido, ni tampoco por qué un palacio modernista está repleto de marihuana. Si el novelista francés André Malraux defendía que los museos representan la más alta idea del hombre, este museo representa la más baja.
EL CANNABIS Y EL ARTE
Lo más interesante de todo el recorrido es una sala en la que se exponen las creaciones y opiniones de muchos escritores y artistas sobre la marihuana. El malditismo de Baudelaire, la desgraciada lucidez de Rimbaud o la trágica existencia de Gérard de Nerval fueron condimentadas por un poco de hierba.
Asimismo, la exposición se muestra muy orgullosa de la repercusión que ha tenido el cannabis en la creación musical. Desde Bob Marley hasta el porro que se fumó Bob Dylan con los Beatles, todo son alabanzas a los supuestos beneficios de esta planta. Uno termina preguntándose si todas esas virtudes que aparentemente despierta la marihuana en la mente de los creadores no las podrían haber usado los directores del museo para construir algo un poco más atractivo.
El súmmum al final del museo es una sala con una pantalla interactiva, en la que se ve una película americana. En la escena, dos hombres fuman mientras conducen un coche, contando chistes y riendo con la boca muy abierta. La película no tiene sonido, por lo que es complicado saber de qué se ríen.
LO MEJOR ES EL FINAL
Al salir del local, tanta acumulación de dislates sin gracia dejan la mente al borde del abismo. Quizás sea esa la intención de la exposición: parodiar una sensación de mareo y descontrol, como la que ofrece la marihuana. Como en las malas películas, lo mejor del Museo de la Marihuana es cuando termina.