Conocí a Carlos Pazos (Barcelona, 1949) a finales de los años 70 del pasado siglo, cuando organizaba a medias con Manel Valls los Bailes Selectos del Salón Cibeles, actualmente cerrado y creo que hasta demolido. Durante más de un par de años pasé los fines de semana en el Cibeles, de donde Carlos y Manel salían con los bolsillos llenos de billetes e invitaban a la penúltima a los gorrones de más confianza, entre los que yo brillaba con luz propia. Una noche, en Bocaccio, cometieron el error de confiarme un fajo de billetes que, animado por el alcohol y el ansia de transgresión, lancé al aire para ver cómo se propulsaban a pescarlos los representantes de la Gauche Divine (creo recordar que los recuperó Manel, un hombre práctico, a base de repartir codazos y sopapos entre los divinos peseteros).
Otro hubiera dejado de dirigirme la palabra, pero a Carlos debió de parecerle que mi performance era una modesta contribución a ese arte conceptual en el que él se había especializado (antes de conocerle, ya me caía bien gracias a su exposición Voy a hacer de mí una estrella, en la que jugaba con la figura del astro de Hollywood a través de unas fotos falsas de una supuesta vida muelle de súper lujo y glamur). La amistad se mantiene a día de hoy, aunque el artista hace años que ha puesto tierra de por medio y vive en París junto a su mujer, Montse Cuchillo, con la que ha montado la Fundación Pazos-Cuchillo en una aldea gallega en la que la feliz pareja pasa los veranitos y organiza actividades artísticas y culturales. En el ínterin, he asistido a su estupenda retrospectiva en el MACBA y a la recepción del Premio Nacional de Artes Plásticas. Cuando los veo, suele caerme en su apartamento de Barcelona lo que ellos definen como un candle dinner, que consiste en cenar en la cocina bajo la presidencia de un candelabro a lo Liberace colocado encima de la nevera.
El señor Pazos tiene en estos momentos una curiosa exposición en su ciudad natal, en una sede de la Fundación Vila Casas llamada Can Framis que está un poco a tomar por saco, a no ser que uno viva en el Poble Nou, pero que merece la visita aunque apenas haya obra nueva de nuestro hombre, convertido para la ocasión en comisario de una muestra de arte horrible que incide en su sempiterna obsesión por el gusto artístico, en especial el malo, sobre el que Carlos siempre ha albergado dudas, declarándose admirador de cuadros y objetos que suelen hacer daño a la vista (a destacar su obsesión por la cerámica de autor: aún se cuela en mis pesadillas de vez en cuando un enorme mejillón que, si no lo entendí mal, era la piece de resistance de su colección). Lo de Can Framis atiende por Bad painting? y el título es lo primero que vemos al acceder a la muestra, en letras de neón y con el interrogante que parpadea como para que seamos nosotros quienes decidamos si lo que vamos a ver es bueno o malo.
SALDOS DEL MNAC
Convertido el artista en comisario, éste ha disfrutado de un acceso bastante completo a los sótanos del MNAC, donde ha seleccionado lo más discutible o directamente lamentable para acumularlo en Can Framis, donde ocupa varias salas (no pudo disponer de determinadas obras porque eran de gente conocida y reputada que al MNAC no le apetecía convertir en motivo de chufla), habiendo en cada una de ellas una pieza de Carlos que, en cierta medida, dialoga o guarda algún tipo de relación con los espantos que la rodean (a destacar la imagen de un Jesucristo de color verde alienígena, una birria de origen desconocido pero con la falsa firma de Picasso y algunos bodegones de aúpa, sobre todo el que incluye un pollo de aspecto cadavérico).
Carlos ha contado para esta exposición con la colaboración del escritor Eloy Fernández Porta, en quien ha encontrado, diría yo, un alma gemela a la hora de escoger el material y, sobre todo, de dejar en el aire si una pintura es buena o mala. A lo largo de los años, he hablado mucho con el señor Pazos sobre el mal gusto y ese concepto anglosajón del so bad it´s good que tanto nos interpela (nos pasamos años haciendo chistes sobre el glam rocker Gary Glitter hasta que nos enteramos de que era un pedófilo asqueroso, momento en el que dejó de hacernos gracia). Como todas las exposiciones de Carlos, Bad painting? resulta extremadamente divertida y adecuada para un público de todas las edades (en su retrospectiva del MACBA se registró una nutrida presencia de gente menuda). Para disfrutarla, eso sí, hace falta un sentido del humor algo retorcido, que es algo que al artista le sobra. Y lo mejor de la propuesta es que éste no se sitúa en un plano superior y perdonavidas, limitándose a extender su estupor entre quienes se planten en Can Framis para ver ese gabinete de atrocidades que Carlos y Eloy han confeccionado con los saldos del MNAC, con esa serie de obras de las que el museo se avergüenza, pero que resultan de gran utilidad para reflexionar, una vez más, sobre el buen y el mal gusto. Bad painting? está abierta hasta el 4 de junio: échenle un vistazo, que no lo lamentarán.