En cada ensayo, la misma receta. El último, el más certero de los que se han publicado en los últimos meses, es Revuelta, del israelí Nadav Eyal. La tesis es compartida por otros autores: el malestar mundial lo protagonizan clases medias y bajas, que no se sienten, precisamente, beneficiadas por el proceso de globalización. Muchas de sus reacciones, en Estados Unidos por ejemplo, se han descalificado, porque se tachan de localistas, de cerradas, de nacionalistas. Son los ‘perdedores’ que acusan a todos los demás de su propia suerte, sin que las élites gobernantes quieran asumir que nadie ha hecho casi nada por ellos. Son los votantes de opciones populistas, de Trump, de Orbán, y también de Le Pen y, en menor medida, de Vox, que es un fenómeno muy español, donde se mezclan diversas cuestiones, ideológicas y de clase. Pero lo que investigadores como Eyal señalan es que la izquierda, entendida como una categoría que engloba a opciones progresistas, ha cerrado los ojos ante demandas que siempre se han asociado a la derecha.
La seguridad es una de ellas. Y esa idea, muy asentada en países como España, por razones históricas, ha resultado ser un error. Es en los barrios más necesitados, es para las gentes más humildes, una necesidad vital. La seguridad debe ser una bandera de la izquierda. Si no está convencida de ello, deberá tomarla como insignia por obligación, para lograr los apoyos necesarios que le permita gobernar en las grandes ciudades. La izquierda debe debatir y tomar medidas sobre la seguridad. No es algo banal, no es algo circunstancial. Las ciudades se han convertido –y seguramente así debe ser—en un crisol de culturas, en aglomeraciones de individuos y comunidades que tienen distintas concepciones del bien. Y los que estaban, hoy, son unos vecinos más. ¿Hay derechos por llegar el primero a un determinado sitio? No, los derechos y obligaciones deben ser iguales para todos, con reglas claras. Y aquí es donde la izquierda se ha equivocado durante años. Debe haber ayudas sociales, en función de la renta, pero también mano dura para quién se pase de la raya, con todas las reformas del código penal que sean necesarias.
En Barcelona y en las grandes ciudades del área metropolitana los primeros responsables, porque han gobernado y gobiernan, son los socialistas. Ahora han comenzado a interiorizar que tienen un problema, que Morad puede ser un rapero interesante, pero es un delincuente. Que en barrios de L’Hospitalet los cuerpos de seguridad se ven completamente superados. Que en el barrio de la Barceloneta los vecinos no pusieron rejas en sus casas por capricho, y que alucinan cuando el llamado Insititut de Paisatge Urbà dice que las deben retirar, porque quedan feas. Que en las discotecas se reúnen bandas de ladrones y maleantes, que los cuchillos proliferan en el Raval y se producen muertes de forma periódica.
Sí, hay que hablar de seguridad, para que el asunto se pueda racionalizar, con datos, con medidas, con presupuesto, con indicaciones cívicas, con sentido común. En caso contrario, y ya se están preparando, la derecha hará lo que sabe hacer: sacarle rédito, aunque no solucione nada de nada. Vox está en la recámara en muchos municipios del área metropolitana, y es un misterio ahora saber qué peso podrá tener en las elecciones municipales. Los alcaldes socialistas son los que han tomado la iniciativa, porque saben que es un problema real, que todavía no ha desbordado a sus ayuntamientos y que no se ha llegado a la situación de los barrios periféricos de las ciudades francesas –no piensen solo en París, miren, por ejemplo, Valence---, pero que puede ir a más en los próximos años.
Y es que se trata de un tema profundo, que los socialistas conocen mejor, porque han evolucionado con sus vecinos, porque han visto cómo las olas de inmigración han transformado esas ciudades. Los que podían actuar como colchón, los integrantes de muchas entidades sociales y vecinales han llegado a la tercera edad. Ya no tienen fuerzas para buscar el acomodo entre dominicanos, caribeños y catalanes, los procedentes de otros pueblos de España –la mayoría andaluces—y los catalanes que dejaron sus pueblos de interior para llegar a las grandes ciudades. Nadie toma el relevo, y el orden será complicado de mantener en las propias escaleras de vecinos.
Esa es una realidad en la que no se ha pensado. Porque, en muchos casos, esos alcaldes han quedado a la deriva, con muy poco apoyo por parte de la Generalitat, que racanea los efectivos de los Mossos d’Esquadra, que es la policía integral en Cataluña y la responsable del orden público.
La respuesta, en todo caso, no es la de esconderse y esperar que la derecha no se lleve muchos votos agitando los ánimos. Por eso es bueno y necesario que los socialistas hablen de seguridad y que se quejen y señalen a quienes crean que son los verdaderos responsables. La palabra en los próximos meses la tienen Núria Parlón en Santa Coloma de Gramenet –parece que lo tiene muy claro--; Núria Marín, en L’Hospitalet; Antonio Balmón, en Cornellà, o Jaume Collboni en Barcelona. Y, por supuesto, el alcalde de Badalona, Rubén Guijarro, que tiene un gran adversario político en la figura de Xavier García-Albiol. Y, claro, también Filo Cañete, en Sant Adrià, una de las ciudades más castigadas e ignoradas por el poder autonómico.
¿Y Ada Colau? Mantiene los vicios de esa izquierda timorada, que cree que hablar de seguridad es criminalizar y que teme mutarse en una especie de agente de la derecha. Y no, la seguridad debería ser la primera bandera de la izquierda. Son los más necesitados, los que parten de más abajo, los que precisan unos barrios tranquilos y seguros.