Catalunya tiene un problema territorial y no es su encaje con el resto de España. Se trata de su organización interior, que es un desastre. Ha habido diversos intentos de racionalizar las cosas, intentos que han terminado siempre en un espléndido fracaso. La última propuesta la presentó el alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, en una conferencia en la sede de Foment. No se refería a toda Catalunya, consciente como debe de ser de sus fortalezas y debilidades, sino a la estructura de Barcelona y su área metropolitana. En síntesis, Collboni defiende dos cosas muy sensatas: convertir el Área Metropolitana de Barcelona real en oficial y ceder competencias a la entidad, competencias que tiene la Generalitat, pero también los ayuntamientos e incluso esas fantasmagóricas entidades que son los consejos comarcales.
Hoy la AMB oficial incluye 36 municipios, con una población de unos 3,2 millones de habitantes. Pero la real es mucho más amplia: alcanza los 164 municipios con 5,5 millones de habitantes. Va desde Blanes a El Vendrell y sus habitantes se mueven dentro de ese territorio con la suficiente frecuencia como para proporcionarle continuidad y homogeneidad.
Dotar de cohesión política a la Barcelona real es una necesidad y produciría notables beneficios al conjunto del territorio, de modo que lo más probable es que la propuesta caiga en saco roto. No sería la primera vez que los intereses particulares, disfrazados de intereses de país, se imponen a lo racional.
De hecho, el presente siglo se abrió en el Parlament con un proyecto que hubiera podido tener un gran futuro y que ha quedado apenas como una reflexión sobre lo que pudo haber sido y no fue. Se había encargado a un grupo de estudiosos un plan para reordenar el territorio de Catalunya, donde hay más de 900 municipios, muchos de ellos (más de 200 en el momento de ser elaborado el estudio) con menos de 250 habitantes y, por lo tanto, sin capacidad para financiar servicios básicos. El director del análisis fue alguien tan poco sospechoso de izquierdismo como Miquel Roca, lo que hizo que fuera conocido como “Informe Roca”.
Es Catalunya una tierra en la que dominan los particularismos, exacerbados desde ciertos partidos con poder en las instituciones. La mayoría anda convencida de que es preferible ser cabeza de ratón que cola de león: prefieren dividir que unificar; la pequeñez a la grandeza. Una visión que es perfectamente apreciable en el movimiento secesionista que, sobre una base sentimental y sentimentaloide, anda construyendo una supuesta independencia que, en realidad, apenas busca garantizar los privilegios de ciertas minorías. Algunas encausadas por disponer de dinero público para fines privados.
Los nacionalistas son expertos en liquidar cualquier proyecto de unidad y cooperación. Ya lo hizo Jordi Pujol al disolver la Corporación Metropolitana, no porque le pareciera un desastre, sino porque creía que amenazaba el poder que él ejercía en el virreinato.
Pero lo cierto es que las estructuras de convivencia (el transporte, el agua, la energía, los puestos de trabajo y de estudio) se interconectan en el Área Metropolitana real, que es la que defiende Collboni. Cada día miles de barceloneses se mueven por gusto o necesidad entre Barcelona y Mataró y Vilanova y Vilafranca y El Vendrell. Lógico sería que la planificación de los servicios fuera conjunta, de modo que no se pudiera argumentar, como se ha hecho, que Barcelona (la ciudad) concentra las instituciones culturales y de poder mientras que exporta los servicios desagradables (desde al aeropuerto hasta los vertederos). Una acusación que sólo puede hacerse porque la organización territorial no coincide con la que viven cada día los barceloneses.
Otra cosa será ver qué cara ponen muchos alcaldes que podrían dejar de serlo. Pero no dirán que se oponen por eso sino por la historia (como si los muertos tuvieran derechos sobre los vivos) o por motivos de identidad o cualquier otra zarandaja. Puestos a inventar, quienes han sido capaces de inventar el Consell de la República pueden parir cualquier cosa.