La vida sigue. O tiene que seguir. Tras una catástrofe, las manos y las piernas continúan funcionando, la mente sigue pensando (incluso a un ritmo más rápido) y la necesidad de volver a la normalidad lo copa todo. Tras casi dos semanas del paso de la DANA que arrasó Valencia, la vida sigue. Pero ahora lo hace con otros sonidos de fondo: el de las sirenas de ambulancias o policía, excavadoras, camiones y helicópteros. Incluso el cantar de algunos grupos anunciando comida caliente para repartir en carros de supermercado a quien tenga hambre se ha convertido en algo normal. La redactora de este artículo ni siquiera sabía que existían tantos tipos diferentes de palas, escobas o picos: elementos que hoy decoran la vía pública y se amontonan en el exterior de las casas afectadas para que los voluntarios los cojan y usen libremente.
El día a día en la Terreta también ha cambiado: jóvenes, adultos y ancianos ya no se levantan por las mañanas para desayunar e ir al colegio, a trabajar o a sus parques preferidos a pasar las horas. Ahora, la mayoría sale de casa con mascarilla y guantes y se dirige a parroquias o puntos de ayuda. Otros, los que pueden, cogen las herramientas y comienzan a apartar barro de las calles o del interior de algunas casas. Un fango que nunca se termina y que lo ha llenado todo. Una Valencia marrón que tardará meses, incluso años, en recuperarse del temporal que ha dejado más de 200 muertos y que necesitará más de 300 millones de euros para paliar los desperfectos. Y entre todo este caos, cuatro agentes de la Guardia Urbana de Badalona que lo dejaron todo durante tres días para aportar su granito de arena.
Sin uniformes
Las horas en un escenario apocalíptico se consumen rápido. El dolor se palpa en el ambiente, está en cada mueble, fotografía o reliquia familiar amontonada fuera de las casas que forman un montón inservible e insalvable que esperan su traslado a un desguace o vertedero. Está en cada dedicatoria escrita en la primera página de un libro: “Para Lori, esta lectura ligera te ayudará a dormir por las noches”. Todavía se ve en los rojizos ojos de los vecinos de Picanya o Catarroja con los que Metrópoli pudo hablar. La voz se quiebra y las palabras no sirven. El sudor y el barro impregna sus caras.
Los policías que permitieron a este medio acompañarlos un fin de semana en el epicentro del caos son compañeros y, a partir de ahora, también son amigos. Jordi, Ángel, Raúl y Emili se lanzaron a la aventura en un Seat León que también se tiñó de color marrón. Eso sí, con una condición: nada de uniformes.
Una base
Los mejores planes, como suele pasar, son los improvisados y en esta crónica nada de lo que se narrará fue planeado. Porque Valencia, aún casi dos semanas después de la tragedia, es un lodazal.
El destino original de los agentes protagonistas de estas líneas era Torrent. Allí, el sindicato mayoritario de Mossos d’Esquadra, USPAC, y su asociación Copland, habilitaron durante semanas un pabellón municipal para albergar a todos los voluntarios miembros de las fuerzas de seguridad que acudieron a Valencia para ayudar. Un enorme espacio lleno de palés de todo tipo de productos de primera necesidad destinados a los afectados: toneladas de papel higiénico, comida, bebida, medicamentos, ropa, colchones, mantas… Una base al uso a la que los protagonistas de estas líneas les costó llegar casi un día entero.
Un aparcamiento inundado
Los badaloneses se vieron atrapados en carreteras laberínticas y calles cortadas cuando apenas quedaban cinco kilómetros para llegar a Torrent. El tráfico era un caos y decidieron que la mejor idea era parar hasta que el volumen de coches bajara. Y el destino los llevó a conocer a Lorena y a su familia en Picanya. El pueblo entero continúa a día de hoy devastado. Como muchos otros donde la maquinaria pesada todavía no ha llegado.
En este caso, toda la tarde la pasaron en un parking. Hay un denominador común en todo los aparcamientos valencianos y es el sentimiento que genera a quien baja la rampa: nunca se sabe lo que puede aparecer ahí abajo. En este caso pasó igual. Vacío de coches, pero lleno de voluntarios, los cubos subían repletos de fango y piedras y volvían a bajar vacíos para llenarse. Las paredes estaban decoradas con huellas de manos a modo de señal: las de los voluntarios que llevaban todo el día trabajando en desatascarlo.
"Gracias por haber venido"
Algo bonito de una tragedia, porque lo hay, es que las fuerzas salen hasta cuando crees que no puedes más. “Seguimos aquí por vosotros”. La familia entera estaba exhausta. Cada palabra pronunciada bajo la mascarilla iba acompañada de una vaharada de polvo. Allí abajo, entre fango, costaba respirar. Pero seguían paleando y seguían limpiando porque la llegada de los policías los envalentonó. “Muchas gracias por haber venido. Sin vosotros, no sé qué sería de esto”.
Lorena, enfermera de profesión, explicó su experiencia a Metrópoli mientras ayudaba a aplicar colirio en algunos de los agentes a los que se les había metido barro en los ojos: “Estamos vivos de milagro. En cuestión de 10 minutos todo se vino abajo. Nos dio tiempo a sacar los coches del parking, nos arriesgamos, pero nos salió bien”. Afortunados, ya que esa opción era la menos recomendable. Afortunados porque su casa se mantenía en pie. Afortunados porque todos sus allegados estaban vivos.
Catarroja, uno de los epicentros
Más víctimas hubo en Catarroja, uno de los epicentros del desastre. Ya en el segundo día de la faena, los hombros pesan, las piernas queman y las pocas horas de sueño se notan. El escenario, completamente hostil, como si una bomba lo hubiese arrasado todo. Sin embargo, el trabajo de las máquinas lo hace todo más ameno: la misión de los agentes ese día es amontonar la basura y los muebles echados a perder en montones para que la retroexcavadora se los lleve.
Es en este punto de la historia, este medio ve indispensable mencionar al incondicional Grupo Novoa Excavaciones y a sus representantes. Un segundo grupo que viajó a Valencia con su maquinaria de forma totalmente altruista y solidaria para acompañar a estos agentes de Badalona. Una comitiva formada por Pepe, Julián, Isidro, Manu y José Antonio que jugaron un papel fundamental. Como también lo hicieron las donaciones de Teclisa, una empresa de la misma ciudad. Cada pequeño gesto suma, incluso conseguir calcetines para una señora mayor que se ha quedado sin ellos. O regalarle un cigarro a un vecino que lleva semanas sin fumar. O, simplemente, cederle tu bocadillo a otro.
Colapso de voluntarios
Muchos llegaron de todas partes de España. Sin embargo, las buenas intenciones pueden diluirse sin una planificación. El apiñamiento de voluntarios en las calles era tal que, a veces, unos deshacían el trabajo de otros. El colapso entorpecía la faena, “pero de no ser por vosotros, estaríamos mucho peor”. Lo contó a este medio Juliana, una vecina de Catarroja que por fin había terminado de sacar a la calle todos los enseres que el agua había arruinado. “Te puedes llevar los libros que quieras. Yo ya me los he leído todos”. ¿Y la ayuda oficial? “Aquí no ha venido nadie”.
Parejas de ancianos, o personas mayores solitarias, intentaban caminar entre el fango, algunos ayudados de muletas o bastones. Todos se prestaban a ayudarles y a advertirles de que fueran con cuidado: “Muchas gracias y gracias por venir”. La palabra, sin duda, más escuchada.
"No hacen falta policías"
Policías hubo muchos. Especialmente uniformados. Una especie de campaña de colaboración y marketing se ha extendido entre los ayuntamientos metropolitanos que publicitan a través de sus redes sociales el envío de agentes a las zonas afectadas. Pero su misión allí se ve o entorpecida o limitada (de hecho, el Ayuntamiento de Barcelona ya ha retirado a muchos del terreno): sus uniformes están impolutos y pocos son los que se desplazan a pie por el barro, suelen hacerlo en vehículos oficiales. Su trabajo es más bien la de organizar o dirigir el tráfico, aunque es difícil que un policía de Lardero u Ourense controle mucho un terreno desconocido.
Por eso, “no hacen falta policías, hacen falta manos”. Y es lo que Jordi, Ángel, Raúl y Emili hicieron esos días. Aportar sus manos y conocimientos, sin más pretensión.
Una experiencia extrema
La realidad supera la ficción. O el mito se queda corto. Las imágenes retransmitidas por televisión o las publicadas en medios de comunicación y redes sociales no hacen justicia. Ni siquiera estas palabras escritas lo harán. La zona es un auténtico desastre, pero si hay algo que prevalece no es el nauseabundo olor, ni siquiera el sentimiento de impotencia o la congoja. Lo que prevalece es la hermandad y la unión. La camaradería que no necesita palabras y la solidaridad. La gente ríe, conoce a otras personas, hace amigos. La gente te tiende una mano, come contigo, duerme en colchones improvisados entre palés de papel higiénico en pabellones municipales. Algunos lo hacen en grupo o juntos, incluso manteniendo charlas en susurros aunque sea por unas horas al amanecer, entre ronquidos de otros voluntarios.
Los valencianos, personas que no tienen adónde ir, sustentados por otras que tienen de dónde venir. Que se levantan a las 06:00 horas para realizar un esfuerzo físico superior al esperado hasta las 18:00. Que vuelven a la base con alegría y satisfacción y con ganas de más.
De esta experiencia extrema: conversaciones previas a la salida del sol con un café en la mano, tuppers de plástico llenos de macarrones devorados en aceras, fotografías del antes y el después, anécdotas policiales, palas, rastrillos, escobas, barro, botas de agua y nuevos amigos.
Y un último apunte para futuros voluntarios: verter el barro en las alcantarillas es un error.