La ambigüedad de Ada Colau
La alcaldesa de Barcelona explota su falta de estilo y dice que no se preocupa por la imagen
2 diciembre, 2017 20:00Noticias relacionadas
La Ada Colau activista disfrazada de Supervivivienda para denunciar la especulación inmobiliaria; la Ada Colau con camiseta verde de la PAH que mira fijamente a cámara mientras un policía la desaloja; la Ada Colau desmelenada que “nunca entrará en política”; la Ada Colau que presenta la candidatura de Barcelona en Comú ataviada con una levita de inspiración militar y el pelo mucho más corto; la Ada Colau con un agujero en la manga del suéter con el que canta el pegadizo Run-Run; la Ada Colau con el blazer gris que llevó durante toda la campaña municipal; la Ada Colau con camiseta de rayas por la rodilla que viajó en metro para acudir a su primer día en el consistorio; la Ada Colau que se pasea en ropa holgada y amorfa calzando sandalias por el Ayuntamiento; la Ada Colau, con corte garçon y chaqueta de terciopelo dorada, que le pone ojitos al rey Felipe cuando éste le toma la mano para saludarla; la Ada Colau que viaja con fulares y zapatones con plataforma a Nueva York; la Ada Colau que, mientras estuvieron acampados los medios internacionales en la plaza Sant Jaume por el procés, no pierde un día de pelu para que cada mañana le den forma a las puntas de su media melena; la Ada Colau de blusa y americana con hombreras de señorona que exige a los del 155 que excarcelen al govern de la Generalitat para pedirles explicaciones…
Así como el mundo del espectáculo y la farándula obliga a la metamorfosis permanente con el fin de renovar y seguir perpetuándose en el escenario; en cualquier otro sector, más aún el político y en poco menos de tres años de presencia en la primera línea, la esquizofrenia y ambigüedad estética suele interpretarse como una muestra sintomática de inmadurez, inseguridad y/o falsedad.
Más que profesar un legítimo ascetismo dignificado por grandes revolucionarios, Ada Colau, a sus 44 años, aún explota su falta de estilo (personalidad) vendiéndoselo a los medios y a los suyos como una muestra de compromiso ético. La alcaldesa de Barcelona es de aquellas personas que a fuerza de repetirlo en cada ocasión que se le presta -"nunca me ha preocupado mi imagen, yo siempre he sido más de leer" (como si ambas actividades fueran contradictorias)- ha acabado convenciendo a gran parte de la opinión pública e incluso a ella misma de que su desidia indumentaria es accidental, no pretendida o buscada. Pero sabe el esteta, no por esteta sino por presumido, que la despreocupación estilística es la elección más premeditada y la que conlleva mayores esfuerzos, sacrificios y tormentos.
No se nace alcaldesa, se llega a serlo.
Casi licenciada en filosofía (sólo le faltan 30 créditos), asegura que Albert Camus o Hanna Arendt (exquisita, búsquenla, muy Manuela Carmena) fueron sus grandes referentes. Lamentablemente, es evidente que el influjo no afectó al gusto por el arreglo y la sofisticación. Sea porque los pensadores de hoy, incluso los de izquierdas, se salten la reflexión sobre la imagen (no hay estética sin ética) o porque no se interesan en admirar la apariencia que acompañaba a los intelectuales de antaño, el caso es que da la sensación de que el resto de mortales deberíamos aplaudir el zarrapastrismo y desconexión absoluta con su cuerpo como muestra irreversible de su deidad.
Colau, que presume de haberse pasado la adolescencia emulando el look de Simone de Beauvoir -"toda vestida de negro, parecía una monja", le confesó a Risto en un Chester-, es el claro ejemplo de haberse quedado en la superficialidad y no descodificar el rico y contundente mensaje indumentario de la existencialista gala. El feminismo lo escenificó Beauvoir también en sus ropas, construyéndose un guardarropía único, propio e imperecedero que la definiera e identificara eternamente: estampados tribales, zapatos de suela doble, trenzas que recogía en un moño de reminiscencias folclóricas, trajes de dos piezas marcados en los hombros y la cintura, faldas de corte evasé o con tablas, abrigos de paño tamaño oversize para paliar el frío en el Café de Flore, el labial rouge… Y, por supuesto, sus míticos turbantes que burlaban tan elegantemente la esclavitud del tinte.
Está claro que el chic francés ayuda y aventaja. Por eso, aunque Colau haya intentado más de una vez emular el look sencillo, cómodo e impecable de su homóloga Anne Hidalgo; el resultado tampoco ha sido exitoso. Pero no es sólo por la calidad de los tejidos y la actitud con la que defiendes las prendas (creas y narras una historia no hablada); es el desacompleje al que invita la nonchalance (indiferencia hacia las tendencias) y que provoca que una vez definas tu estilo (descubras quién eres y empieces a quererte) no permitas que nada ni nadie (ni siquiera la estilista que impone el partido) te modifique un pelo.
Ideológicamente, Ada Colau no tiene excusa para tanta ambigüedad. Ni siquiera, estética.