Este fin de semana termina la liga de fútbol de primera división. Todo un alivio para los vecinos de un campo de fútbol, en especial los de la máxima categoría.

En los días de partido, ser vecino del Barça o del Espanyol es una pejiguera. La movilidad queda reducida al máximo. Da lo mismo que uno vaya a pie (las calles están abarrotadas y resulta difícil incluso cruzar los semáforos), en transporte público (los vehículos se llenan a la entrada en un sentido y a la salida en el otro) o en coche privado porque es imposible dimensionar las vías para una aglomeración de este estilo.

Y las autoridades tampoco ayudan.

El grave incidente ocurrido la pasada semana en las inmediaciones del campo del Espanyol es una muestra de ello. Los agentes desplazados, atentos a evitar enfrentamientos casi habituales en un derby, no fueron capaces de garantizar que una vecina pudiera salir de su casa.

Nada justifica que atropellara a quienes se interponían en su camino. Nada justificaba que los aficionados españolistas decidieran que la calle era suya. Pero, sobre todo, nada justifica que las autoridades no hubieran previsto una situación que se puede dar en cualquier momento.

Para los vecinos de Les Corts el retraso de las obras en el campo del Barcelona ha sido casi una bendición. En Montjuïc no vive nadie, de modo que sólo los que van al fútbol sufren los inconvenientes de una movilidad insuficiente. Y, ya se sabe, sarna con gusto no pica.

En Cornellá la cosa es distinta porque los aledaños del estadio se han ido poblando, de modo que el incordio empieza a afectar a mucha gente.

Una solución sería optimizar recursos. Después de todo, los equipos de una misma ciudad casi nunca juegan en ella en el mismo día. Con un único estadio para los dos debería ser más que suficiente, lo que, ya de paso, permitiría pensar el transporte de una forma más racional y rentable.

En París se ha hecho. Una de las líneas de metro, que funciona sin conductor, facilita la evacuación del estadio tras los partidos, incluso en horario nocturno.

En Milán, el Milán y el Inter comparten campo de juego. Eso que gana la ciudad.

En Barcelona, localidad de pocos kilómetros cuadrados, además de los campos del Europa, del Sant Andreu y de otros más pequeños, está el Estadi Olímpic, claramente desaprovechado.

Para los entrenamientos cotidianos, tanto el Barcelona como el Espanyol disponen de ciudades deportivas que evitarían cualquier tipo de solapamiento.

Después de todo, el fútbol de élite es ya más un espectáculo de consumo televisivo que un deporte de participación. De hecho, acudir hoy a un partido de fútbol es un ejercicio de riesgo. Mejor no ir con críos. Eso dicen al menos las autoridades policiales. 

El último Espanyol-Barça, sin ir más lejos, estaba calificado como “de alto riesgo”. Y también el Barcelona-Madrid.

La final jugada en Bilbao esta misma semana por el Tottenham y el Manchester United acabó con varios detenidos.

El resultado es que cada vez que se celebra uno de estos encuentros, la policía tiene que hacer un gran despliegue, no ya para garantizar los derechos de la comunidad vecinal, sino para impedir que algunos energúmenos tengan la tentación real de matarse.

No son todos, claro. Pero cada vez son más.

En los estadios, los insultos están a la orden del día y proliferan las agresiones. El público aplaude con más entusiasmo los fallos del rival que los aciertos de los jugadores propios. Incluso pita ante una jugada precisa del contrario o pone en marcha el riesgo para impedir la celebración del triunfo de los visitantes. Eso será lo que sea, pero desde luego que no es un comportamiento deportivo.

Y lo que es peor: este espíritu de confrontación, que se traduce en la expresión de un entrenador (“al enemigo ni agua”) se está expandiendo a otros ámbitos, como la política. 

Si en el fútbol el árbitro sólo acierta cuando pita a favor, en la política los jueces sólo son justos si su fallo coincide con el de las propias aspiraciones.

Y mejor no ahondar en estas comparaciones que llevan a pensar que tanto árbitros como jueces pueden decidir lo que les plazca sin consecuencias posteriores. A los árbitros los juzga un comité formado por árbitros; a los jueces, el Consejo General del Poder Judicial.

El resultado es que los aficionados no creen en los arbitrajes y los ciudadanos descreen de la justicia.

Es curioso que algunos ciudadanos protesten airadamente las decisiones de los árbitros y no salgan a la calle ante decisiones manifiestamente arbitrarias de la judicatura. Porque, se mire por donde se mire, las primeras son una nadería comparadas con las de los magistrados dotados de impunidad.