La Sagrada Familia se mueve despacio, como un gigante rodeado de grúas de metal que oscilan en el aire. Otros artefactos de Gaudí como el gran dragón de la Casa Batlló, la fortaleza medieval de la Casa Milà, la serpiente marítima del Parque Güell o el palacio neo-mudéjar de la Casa Vicens miran cómo la gran basílica de Barcelona se alza, multimillonaria, desafiando las nubes, los malos tiempos, y los turistas que vienen del Japón.
Ahora vemos acabar la edificación de la sacristía de poniente, que se parece al huevo de Fabergé que el zar Alejandro III regaló a su emperatriz, allá por Pascua de 1885. Este nuevo módulo es una pieza importante, porque su misma estructura arquitectónica sirve de modelo para las torres más altas del templo expiatorio. El simbolismo del huevo denota en la tradición litúrgica cristiana la creación, la resurrección y la fertilidad. Hasta aquí poca novedad. Pero se ve venir el problema, porque el aire que coge este huevo-sacristía es un poco distinto de lo habitual, y no es por culpa del huevo.
El lector sabe que Salvador Dalí utilizó el simbolismo embrional. En 1932 pintó Huevos al plato sin el plato, en 1937 Las metamorfosis de Narciso, en 1943 Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo. Como en estas obras, el mismo Teatro-Museo de Figueres parece un homenaje al artefacto gallináceo. Pero fíjense: el problema de la sacristía-huevo, y de la Sagrada Familia como gran trofeo de Pascua, tampoco es culpa de Dalí, aunque puede ayudar a explicarlo.
Cada vez más, la Sagrada Familia se parece a los souvenirs de ella misma que se venden en las Ramblas: he aquí el problema. Cuando Salvador Dalí se hace daliniano, ocurre lo mismo que cuando Antoni Gaudí se hace gaudiniano: que casi no se diferencian entre sí. Me explicaré mejor. Hay entre lo daliniano y lo gaudiniano un común denominador: el gusto por lo hortera, lo llamativo y lo millonariamente artificial y superfluo. La sacristía-huevo de Gaudí, las chimeneas Star-Wars de la Pedrera y el tejado-reptil de la casa Batlló se parecen a los relojes blandos de Dalí, a su teléfono-langosta y a su nacimiento de los deseos líquidos.
Poco importa, en este momento, que Gaudí suene a sagrado y Dalí a profano. No es el tema. En la obra del genio es frecuente ver que lo mundano se sacraliza y que lo celestial se mundaniza. Hay ecos dalinianos en la Sagrada Familia: sensaciones cromáticas de tipo pantalla de plasma, texturas mojadas con Agua del Carmen, frús-fruses acústicos de seda natural estilo Carolina Herrera, rincones un tanto Via Veneto. Es fácil que esto ocurra cuando la “Catedral de los pobres” funciona en modo museo, gabinete de curiosidades o salón de moda. Gente de todas partes hace largas colas pensando que visita un estadio de fútbol, un Metropolitan de Nueva York o la Casa-Museo de un torero. A mucha gente les parece que los capiteles retro-iluminados funcionan a pilas, o que esa Jerusalén terrenal sea una avanzadilla del Cielo.
Sin embargo, un último pensamiento sobre esta Sagrada Familia daliniana ayuda a ser menos crítico con este icono de Barcelona ecléctico, confuso y delirante. Hay algo que hace reflexionar, más allá del afán por lo maravilloso, el lujo y la sensación de software de animación que nos impulsa a visitar este espacio. Hemos participado en algunas ceremonias litúrgicas en esta iglesia; pocas veces; excepcionalmente: solo por invitación. Liturgia significa milagro, acción sagrada, sacrificio misterioso. Pero les puedo asegurar que asistir a una ceremonia religiosa en la Sagrada Familia es como meterse en un Ferrari litúrgico, donde Gaudí, Dalí y toda la genialidad del diseño humano, y todos sus defectos, pasan a un segundo plano. Ningún espacio simbólico-sagrado del mundo tiene la capacidad de evocar el misterio como la Sagrada Familia de Barcelona. Lo demás es pura anécdota.