Madrid y Barcelona tienen, lamentablemente en este caso, algo más en común: han sido objeto de un atentado yihadista. Con independencia del número y hasta de la nacionalidad de las víctimas, la historia de cuyas vidas es nuestra historia, tratamos bien el dolor, salvo por oportunistas y mezquinas distinciones, pero mal los rescoldos, como la familia cainita que se disputa las cenizas. Si algo nos han enseñado el 11-M y el 17-A, y todos los atentados que han golpeado Europa en su conjunto, es que quienes nos atacan no hacen disquisiciones y no tienen más prioridad que la facilidad para matar, sea en unos trenes atestados de trabajadores o universitarios, o en uno de los paseos más internacionales y que mejor simbolizan el cruce de culturas: la Rambla.
Hasta la posbilidad de instalar bolardos para evitar la entrada de vehículos en las zonas peatonales provoca un agrio enfrentamiento, cuando, en realidad, debería tratarse de una decisión tomada en base a criterios de seguridad, puramente técnicos y valorados por especialistas. Para algunos es como poner barrotes a las calles, aunque no hay peores barrotes que los que levanta el miedo. El grito espontáneo de 'no temin por' es una respuesta ciudadana maravillosa, pero quien tiene que repetirse cientos de veces que no tiene miedo es porque necesita espantarlo. Desde el éxito del 92, la deseada Barcelona se ha mirado en exceso a sí misma, tan querida por el mundo, tan abierta que llegó, de alguna forma, a creerse invulnerable a la cólera de un dios que no es el de todos los musulmanes. La furgoneta de la muerte la devolvió a una durísima realidad.
Los debates acerca de la eficacia o sobrexposición de los mossos, de las palabras del conseller Joaquim Forn, al distinguir entre vícitmas catalanes y españolas, de la presencia de los reyes o miembros del gobierno en los homenajes o de los errores en el control previo de la cédula terrorista son insignificantes en comparación con los que sucedieron al 11-M, el atentado más sangriento después del 11-S, con 192 muertos y mas de 2.000 heridos. La culpabilidad política del PP por la intervención en Irak o la teoría sobre la colaboración de ETA provocaron la división en un contexto que exige unidad. Agitar la sangre sobre la sangre derramada es una falta de respeto y una estrategia de perdedores, y esta guerra sin frentes no la podemos perder.