Si de algo ha podido presumir la Barcelona contemporánea es de su plan urbanístico, del Eixample que racionaliza la ciudad. Ahora que Madrid es observado como el anticristo del relato nacionalista, con el consiguiente seguidismo de la alcaldesa Ada Colau, resulta oportuno recordar que la decisión de aplicar el plan Cerdà, en el siglo XIX, provocó un sentimiento similar por parte del consistorio, que ni siquiera quiso valorar el trabajo del urbanista catalán, apoyado por el Gobierno central, y aprobó otro muy diferente, realizado por Antoni Rovira i Trias. El Ministerio de Fomento, en cambio, impuso su autoridad y, en 1860, decidió que sería el proyecto de Ildefons Cerdà el que se llevaría a cabo. El 4 de septiembre, la Reina Isabel II puso la primera piedra en la plaza Cataluña en mitad del resquemor y las miradas de desprecio por parte de las autoridades locales. Siglo y medio después, tristemente esos sentimientos perviven con una parte de responsabilidades compartidas, pero nadie duda de que Madrid, entonces, decidió lo mejor para Barcelona.
Cerdà era mucho más que un urbanista. Era un pensador y un vanguardista. Su proyecto pretendía no sólo dar salida a una Barcelona insalubre hasta entonces, que había padecido cuatro epidemias en el siglo XVIII (tres de cólera y una de fiebre amarilla), abigarrada en el escaso espacio que dejaba su muralla medieval. El 40% de su espacio intramuros estaba ocupado por siete cuarteles, 11 hospitales, 40 conventos y 27 iglesias. La ciudad que proyectaba era, además, abierta y preparada para un crecimiento interclasista, al contrario que el proyecto elegido por el Ayuntamiento. El plan de Antonio Rovira crecía en círculos concéntricos y era más reducido. Apoyado por la burguesía, era mucho más elitista. De hecho, el propio autor decía que no era apropiado que los obreros vivieran en el resultado de su creación.
La intrahistoria del Eixample es poco conocida, pero el resultado ha sido de fácil apropiación por parte de los mismos que demonizan todas las decisiones tomadas por el Gobierno de España a lo largo de esta relación bilateral que muchos han querido convertir en antagonismo. Como si todo fuera un Barça-Madrid. Sucede lo mismo con Ildefons Cerdà, al que durante la época despreciaron y dejaron en el olvido las autoridades de Barcelona. Tuvo que pasar prácticamente un siglo para que su obra y su memoria fueran reconocidas. Prácticamente, murió arruinado y olvidado en un balneario de Cantabria al que se retiró en sus últimos días. Tras su muerte, el 21 de agosto de 1876, el diario la Imprenta publicó lo siguiente en su semblanza: "El señor Cerdá era liberal y tenía talento, dos circunstancias que en España perjudican y suelen crear muchos enemigos". Eso tampoco ha cambiado.