Política viene de polis, que significa ciudad en griego. Tanto civilización como ciudadano vienen de ciuitas, que es ciudad en latín. En palabras de Aristóteles, el ser humano no alcanza su plenitud si no es un ser político, que es tanto como decir urbano o perteneciente a la ciudad. La palabra cultura era, en su origen, antónima de naturaleza; la cultura era aquello que se hacía en las ciudades, lo que nos alejaba de un estado silvestre. A lo largo de los siglos, la unidad política básica ha sido la ciudad y la res publica, aquello que es de todos los ciudadanos y de ninguno en particular, se ha articulado siempre alrededor de un núcleo urbano. La moderna geografía económica constata que la ciudad es a la región lo que la yema al huevo frito: su núcleo, su razón de ser, allá donde reside toda la sustancia.
Todo esto viene a cuento porque ya son muchas las voces que reclaman más poder para las ciudades, aquí y en otros lugares. Se comprueba que la gran ciudad apuesta por el progreso, es cosmopolita y abierta. Tiene que serlo: la concentración de toda clase de personas en el espacio urbano reclama respeto y tolerancia y promueve el intercambio de ideas, conocimiento y cultura. Eso que ahora llaman territorio, en cambio, es conservador, recela de la novedad y promueve una sociedad cerrada y ensimismada.
Heidegger definía esta diferencia hablando del Mundo y la Tierra. Para el filósofo, el Mundo es cosmopolita e ilustrado, mientras que es la Tierra la que preserva la Esencia del Ser. Por lo tanto, a decir de Heidegger, el Mundo es malo a parir y la Tierra es lo mejor de lo mejor. De ahí a defender la invasión de Polonia, sólo medió un paso, pero esta visión idílica de las raíces, lo natural, lo tradicional y lo esencial ya venía de serie con el nacionalismo y se ha incorporado, disfrazado de guay, en algunos sectores de la izquierda. También en el supermercado, donde lo bio-natural-eco-chachi es lo más.
Esta concepción del mundo también está presente en el dilema de las ciudades contemporáneas, que exigen más poder de decisión y capacidad de liderazgo en una economía y una sociedad más dinámica y cosmopolita, pero que se enfrentan —y más se enfrentarán— a la reacción del territorio. El Renacimiento se forjó en las ciudades, en contra de un orden medieval rural. No es nada nuevo, pero se repite. Véase lo que sucedió en el Reino Unido: el área metropolitana de Londres votó por seguir en la Unión Europea; la Tierra, por largarse. El fenómeno se da también en Barcelona. Desde hace años, además.
Una fotografía aérea basta para confirmar que los estrechos límites del municipio de Barcelona no son suficientes para abarcar su realidad urbana. La ciudad se extiende por la costa, más allá del Besós o del Llobregat, y tierra adentro, superando con creces los cien kilómetros cuadrados sobre los que gobierna su ayuntamiento. No hablamos de algo más de un millón y medio de habitantes, sino de prácticamente cinco millones. El único caso comparable en España es Madrid. Esta realidad era ya evidente en 1974, cuando se creó la Corporación Metropolitana de Barcelona (CMB), formada por los 27 municipios que forman la yema del huevo frito barcelonés. La necesaria e imprescindible coordinación de infraestructuras de todo tipo, la reforma urbanística o las políticas sociales de esta gran Barcelona necesitaba entonces —y sigue necesitando ahora— una unidad de acción y un amplio acuerdo estratégico. El alcalde Pasqual Maragall lideró la consolidación de la CMB con este objetivo, en los años ochenta, ¿recuerdan?
Pero entonces surgió la reacción de la Tierra contra el Mundo. El president Pujol tenía una idea de Cataluña muy particular, la de una finca que rendía al 3%, y la iniciativa de Maragall y los alcaldes de la CMB —prácticamente todos de izquierdas, además— se interpretó como un ataque contra la esencia heideggeriana de Cataluña. En 1987, con mayoría absoluta en el Parlament, la CiU de Pujol acabó con la CMB y se impuso una organización territorial con 41 comarcas y Consells Comarcals, más folclórica que práctica, muy de país. Después de aquello, se instauró el Área Metropolitana de Barcelona, pero con muy pocas atribuciones: transporte y medio ambiente, y de aquella manera. El amo de la finca había puesto a los masovers en cintura, pues ¿qué se habían creído?
El resultado es una realidad metropolitana castigada por el poder regional, asentado en esa finca de la que hablamos, que no quiere ni oír hablar de una gran Barcelona con capacidad de decisión y gestión. El castigo ha sido metódico y cruel. La Ley Electoral en Cataluña infravalora el voto metropolitano, y nadie ha querido cambiar esta vergüenza, porque ya les está bien a los de la Tierra. La Generalitat de Catalunya invierte menos del 60% de su presupuesto en la región metropolitana, de donde sale el 90% de la riqueza de Cataluña y donde viven tres de cada cuatro catalanes. La política cultural —por llamarla de alguna manera— del pujolismo y el post-pujolismo no es otra cosa que la promoción de castellers y el ninguneo del cosmopolitismo barcelonés, y persigue —y lo está consiguiendo— convertir Barcelona no en una metrópoli abierta y rica, sino en una capital de provincia decorada con postales de Gaudí. Vae victis!
Cualquier persona con capacidad de raciocinio y dos dedos de frente sabe que así no vamos bien. Barcelona ha de liderar la revolución de las ciudades en España, para conseguir que los ayuntamientos puedan administrar y gestionar al menos el 40% de todo el gasto público, como sucede en los países más desarrollados de Europa, y no conformarse con un mísero 15%, como ahora. El alcalde de turno de Barcelona comete una traición si, consciente de esta realidad metropolitana, no lucha para liderar esta necesaria e imprescindible reforma. Presupuesto aparte, es una cuestión de sentido común: No puede ser que veintitantos municipios de la gran Barcelona vayan cada uno a su aire en temas de tanta importancia como la red de agua y saneamiento, el alumbrado público, el ordenamiento urbanístico, las infraestructuras viarias o las políticas sociales, o que no se unan, como ya he dicho, para exigir una mejor financiación y una mayor autonomía de gestión. A mi modo de ver, es tan evidente que supera el debate entre izquierda y derecha. Pero, ay, se opone frontalmente a aquéllos que defienden la Esencia de la Tierra contra la orgía cosmopolita y progre de la metrópoli.
Estos días se me ha ido el alma a los pies cuando he visto que la alcaldesa Colau ha abrazado con frenesí la causa de la Tierra y ha abandonado el Mundo pactando sus cositas con el PDECat y ERC, después de romper con el PSC. Uno de los pactos merece nuestra atención, el que sabotea la unión de los dos tramos del tranvía. El tranvía uniría a los nueve municipios más poblados de la región metropolitana, pero el PDECat considera que cualquier infraestructura capaz de reforzar la idea de una gran Barcelona es una caca. Amén.
En fin... Cómo lamento que la apuesta por una gran Barcelona se haya convertido en la construcción de una Barcelona chica.