El amor, ay, el amor... ¡Qué sería la vida sin amor! Un lugar muy tranquilo, pero insulso, respondió Guillermo de Baskerville a Adso, su novicio, y de paseo por Barcelona tengo que darle la razón al franciscano.
París presume de ser la ciudad del amor, y ya no les digo Venecia. Pero ¡quiá! Donde esté Barcelona, que se quiten esas dos de delante. Con saber que uno de nuestros edificios más emblemáticos tiene forma de consolador gigante... ¡No diré más!
Sí, la vida sin amor es insulsa, tranquila, pero con amor... Les invito a comprobar con sus propios ojos los estragos que comete Cupido entre los pobres turistas. Como si no tuvieran bastante con las insolaciones y los precios de las terrazas.
En los alrededores de la Sagrada Familia, un profesor lleva un rato largando un discurso sobre las maravilla arquitectónicas de la Gran Mona de Pascua, pero el rebaño de adolescentes que cuida este pastor no está por la labor de Gaudí. ¡Mírenlos! Hay tantas hormonas en el aire que respiran que seguro que salta la alarma por contaminación atmosférica. Es un viaje iniciático y las altas torres del Templo Expiatorio nada tienen que hacer frente a las tentaciones de la carne trémula y párvula, tan próxima, expuesta y accesible. Esta noche la liarán parda en el hotel, me juego lo que quieran. ¡Pobres vecinos!
Un poco más creciditos, regresarán a la ciudad con chanclas en los pies y la intención de saborear la grandísima oferta cultural de Barcelona. Como todo el mundo sabe, esa oferta es alcohol, sexo y sol, y se pondrán las botas honrando hoy a Baco, hoy a Venus, colorados como un tomate. Dan fe de la devoción a estas divinidades entre nuestros invitados los vecinos de los apartamentos turísticos y el mingitorio en el que han convertido el portal de su casa. Una generación de personas tan devotas es sobrada muestra del avance en educación y cultura de los países germánicos y sajones.
¿Y qué hay de los ritos de paso? Por ahí van un grupo de alegres guiris, todas con una camiseta que dice «I’m not the Bride», como si fueran de uniforme, rodeando a una que sí que es «the Bride», pobre chica. Tal como nosotros contemplamos el desfile, lo contempla una familia centroeuropea compuesta de papá, mamá, niño y niña, todos con sandalias y la piel al rojo vivo. Papá y mamá añoran esos ritos báquicos, se les ve en la cara, y las criaturas se preguntan cuándo será su viaje de final de curso, aunque todavía no sufran de picores en los bajos.
Pero quien dice amor, dice desamor. Este domingo, me despertaron gritos, ayes y lamentos. «Je t'aime, Marcel. Pourquoi tu ne m'aimes pas?», gritaba una blonda gabacha. «Pourquoi me fais-tu ça, Marcel? Si je t'aime!» Calle arriba y abajo se quejaba porque el tal Marcel le había puesto los cuernos. Ni que decir tiene que todo el vecindario, como yo, se había asomado a las ventanas y balcones para contemplar el espectáculo, muy digno de ver, wagneriano. Una vecina aprovechó la ocasión para saludarme y decirme: «La verdad es que un melodrama en francés es mucho más melodrama». «Bien sure, madamoiselle!», contesté, por ver si picaba, pero Cupido estaba en otras cosas y no me hizo mucho caso.