Nuestra alcaldesa, la excelentísima señora doña Ada Colau, me sale el otro día en YouTube y me hizo pasar un tremendo mal rato, porque sufro mucho de vergüenza ajena. Me cuesta mucho reírme de alguien que hace el ridículo creyéndose el rey del mambo. Lo digo en serio: lo paso muy mal. Eso me impedía asistir a los discursos que daba mi antiguo jefe, discursos que yo mismo le había escrito, porque mi sonrojo provocaba preocupación alrededor y no sabía dónde esconderme. No lo llevo mejor viendo la televisión. No puedo ver esos programas de monólogos presuntamente cómicos, no los soporto. La cursilería me hace chirriar los dientes. Odio la chabacanería y la falta de educación en un debate. Me enferma la sola presencia de Pilar Rahola, por sumar todos esos males en una sola persona, pero no es única en su especie, o quizá sí. En fin, ya ven por dónde voy.
Será por esnobismo, por haber leído más de un libro o por mi manera de ser que prefiero el ingenio a la grita, la didáctica a la demagogia, la buena letra al garabato. Nada aprecio más que una buena discusión, con exordios, exposiciones, argumentaciones y peroratas, entre dos o más personas inteligentes y capaces, y la intimidación del grito y el aspaviento me da grima. Schopenhauer decía que en una discusión grita más quien menos argumentos tiene y yo quiero que me convenzan, no que me apabullen.
Por eso me incomodan tanto los períodos electorales y semejantes, y ya van diez años de locura.
Como iba diciendo, la excelentísima señora doña Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, sale en un vídeo por semana en YouTube para contar sus cosas. Vale, bien, hasta que uno pone en marcha la grabación y sale hablando del superpower a tope y anunciando que saldrá en una entrevista de nivel high por televisión. Chachi. Guay. ¡Yupi! Como si no hubiera ni mañana ni catalán de diccionario. Todo narrado con esa vocecita tan ridícula e insoportable que ponen las presentadoras de un programa infantil, como si los niños fueran tontos, ya saben. ¡Hola, chicos! ¿Qué tal? ¿Cómo están ustedes?
No quiero ofender a nadie ni faltar al respeto, pero les juro que lo primero que hice fue preguntarme en voz alta si mi alcaldesa era idiota o qué, y parar la grabación. Fue el pronto, mi reacción en un arranque de vergüenza ajena. Luego lo superé... Miento, no he llegado a superarlo, pero intenté verlo con cierta perspectiva electoral. No alcanzo a verlo todavía.
¿Quién se inclinará a votarla después de oírla hablar así? Me rindo. No lo sé. Yo no.
No es la única persona que se presenta a las elecciones que me está amargando las horas. Ni mucho menos. El elenco de imbéciles no se acaba nunca. Algunos candidatos proceden del campo de batalla de las tertulias radiotelevisadas, donde la grita vende y el sentido crítico baja la audiencia. Soeces y faltones, burdos, infantiles, jalean al gentío gritando mamarrachadas groseras, y cualquiera de las seis definiciones de «groseras» que recoge el diccionario de la RAE me vale.
Cuando me salen cursis es que ya no puedo con mi alma, y en Cataluña llevamos años bajo el yugo agobiante de la más obscena cursilería emocional. ¡Vale ya, hombre! ¡Vale ya! Por favor, por piedad. Seamos serios. Y luego, las mentiras de toda la vida, los bulos y patrañas, que corren que vuelan en las redes sociales. Para colmo de males, las llamamos fake news y nos quedamos tan anchos, porque es más guay del Paraguay.
Pónganse ustedes en el lugar de un imaginario ministro que tenga que negociar con esta tropa de futuros diputados un proyecto de ley que adapte una normativa europea sobre etiquetado de alimentos, pongamos por caso. Al otro lado de la mesa, gente con la sustancia de un Rufián, una Nogueras, un torero que se presenta por no sé qué partido, un tertuliano de los que grita mucho metido a político y el etcétera de follones y cantamañanas con que nos amenaza la próxima legislatura. Sírvanse ustedes mismos, a discreción. La combinación, según algunos, será un superpower muy high divino de la muerte. Chachi.
Imagínense ustedes en el lugar del ministro, decía. Negociando. Qué mal rato, ¿no?