Santiago Montero es un personaje anómalo en el panorama empresarial catalán: se preocupa por los asuntos públicos. Está convencido de que si lo público cojea, toda la economía descarrila. Hoy, ya retirado, se dedica a ampliar sus estudios sobre tres cuestiones que le han apasionado durante años: el sistema ferroviario y el aeroportuario, en primer lugar, y últimamente la corrupción. La pública y la privada, porque piensa que detrás de un funcionario corrompido acostumbra a haber un empresario corruptor. Esta misma semana ha organizado una tertulia sobre la corrupción en el Ateneo Barcelonés. En su intervención analizó las raíces de la corrupción, prescindiendo de tecnicismos jurídicos, para concluir que en Cataluña los casos detectados muestran que falló todo, desde los medios de comunicación, que callaron durante años, a los mecanismos de control, empezando por la Generalitat. Una Generalitat que se hizo a la medida de Convergència, prescindiendo de las necesidades y posibilidades que se abrían en aquellos años.
Así lo explicaba: el nacionalismo catalán (que durante el franquismo se había financiado gracias en parte a aportaciones voluntarias de algunos bancos y amigos de las empresas catalanas) “se ofuscó” y “la crisis de 1980-84 destruyó el viejo sistema”, alterando el proceso de aportación de recursos, de modo que éstos “se escaparon de las manos del líder y terminaron de la manera más chapucera en manos de su propia familia”.
El resultado fue que la acción corruptora acabó devorando al conjunto de la sociedad catalana, sobre todo porque se percibía una notable impunidad entre los corruptos.
La corrupción es histórica, aunque con diversos grados, según los territorios y las leyes, pero en el caso catalán, el último gran impulso se produce durante la guerra civil (que algunos historiadores sostienen que no termina en 1939 sino que se prolonga hasta 1952, al menos en lo que al comportamiento del bando vencedor se refiere).
Los partidos se empeñan, en general, en sostener que la corrupción es un elemento excepcional en la vida cotidiana. No lo cree así Montero, ni tampoco el catedrático de la Pompeu Fabra, Carles Ramió.
La tertulia de Montero es su segunda intervención pública alertando directamente del fenómeno de la corrupción. La primera se produjo hace un par de años, coincidiendo con la publicación de un libro de Ramió cuyo título es un claro incentivo para no leerlo: La renovación de la función pública. De no ser por eso, este volumen hubiera sido un best seller, porque es una mina de datos sobre el latrocinio institucionalizado. Lo anuncia en el subtítulo: Estrategias para frenar la corrupción política en España, pero ¿quién lee los subtítulos?
He aquí algunas de las cifras que ofrece: La contratación pública en España oscila en torno a los 194.000 millones de euros (18,5% del PIB) y los sobrecostes que genera suponen unos 48.000 millones. Añádase el fraude estimado por los inspectores de Hacienda, que asciende a 79.000 millones de euros anuales. El resultado es que el fraude reduce los ingresos del Estado en unos 127.000 millones anuales. Con este dinero no hubiera habido que hacer ni un solo recorte sanitario ni en educación ni en tantos otros frentes.
El reparto de los 48.000 millones que los empresarios ingresan por sobrecostes no justificados en las obras se destina a pagar las comisiones que financian ilegalmente a los partidos políticos, sugiere Ramió, y confirma Montero. Pero ese dinero no se reparte de forma equitativa. Ramió sugiere que las mordidas para los partidos no superan los 2.000 millones y que el empresariado corruptor se queda directamente con los 46.000 millones restantes.
El resultado de este desbarajuste es el anclaje en el subdesarrollo tecnológico de las empresas catalanas y españolas, porque hoy por hoy es más rentable invertir en corromper que en innovar y abaratar costes.
Y para que no sólo los empresarios (algunos, no todos) queden como los malos, vale la pena citar un caso de corrupción (legal) de baja intensidad, citado en el libro. Un señor diputado, aprovechando que sus señorías no pagan en el tren, viajaba cada mediodía en el AVE entre Madrid y Ciudad Real. Iba y venía y aprovechaba que en preferente la comida está incluida para ahorrarse ese gasto. Quizás sea un abuso del lenguaje, pero esta miseria sólo se le puede ocurrir a un miserable.