El debate sobre las tarifas del transporte barcelonés es de vuelo gallináceo. Se discute sobre lo aportado por el usuario, pero no se contempla el coste global. Y, cuando se hace, se atiende sólo a la suma de lo pagado por el viajero más las aportaciones de las administraciones públicas (aproximadamente, la mitad cada una de las partes). Pero los costes del transporte no se acaban ahí. Y de eso sabe o debiera saber la ciudad de Barcelona, porque tiempo atrás lo tenía en consideración. En estos momentos no se computa como coste ni la accidentalidad ni la contaminación y menos aún la renovación de las infraestructuras: desde los autobuses y convoyes hasta la construcción de túneles y el asfaltado de las calles. Y eso también debiera de ser tenido en cuenta. Máxime con un gobierno municipal que se llena la boca al decir que tiene en mente la lucha contra las causas del cambio climático, aunque luego sus actos no muestren la misma intensidad.
Hoy por hoy, los estudios más serios son los realizados por la universidad alemana de Karlsruhe. Y los datos resultan demoledores. En el conjunto de la Unión Europea, el coste del transporte por carretera supera hasta cinco veces el del tren, si se tienen en cuenta todos los factores. Sin embargo, el tren es más eficiente y más seguro.
A principios de este siglo, sólo la accidentalidad de la carretera en el conjunto de la UE supuso un coste de más de 156.000 millones de euros, frente a los 260 millones de los accidentes relacionados con el ferrocarril. Los diversos análisis llevados a cabo por esa universidad señalan que, a medio y largo plazo, es mucho más barato invertir en transporte público (sobre todo ferroviario, lo que incluye metro y tranvías) que hacerlo en el transporte por carreteras, sea de viajeros, sea de mercancías.
Hasta hace dos días eran pocas las voces que se alzaban defendiendo la necesidad de actuar urgentemente sobre la contaminación causada por el transporte. Hoy, en cambio, muchas administraciones reconocen que es más caro mantener la situación y seguir malgastando el dinero en asfalto que acometer en serio una reducción del vehículo privado, lo que exige necesariamente un fuerte aumento del transporte público. Llegando ¿por qué no? a la gratuidad total de éste.
De momento se están poniendo parches inútiles. Por ejemplo, a iniciativa de la derecha se aprobó la gratuidad para los menores de 12 años que, en principio, no tienen por qué coger el transporte público de forma obligada (se supone que la escuela a la que debe ir un niño es la más próxima; si no lo hace así es por voluntad de los padres, no por necesidad). Además, se aprobó sin más criterio que el de la edad, de modo que beneficia por igual al hijo del pobre que al del rico que no lo necesita en absoluto.
Implantar la gratuidad total del transporte público urbano tiene también ese defecto escasamente redistributivo, salvo que se acompañe de medidas fiscales serias.
Hoy es ya urgente reducir la contaminación en las ciudades, en Barcelona especialmente. La gratuidad aumentaría las aportaciones que deberían realizar Generalitat, Gobierno central y ayuntamientos, pero a medio plazo reduciría en una cantidad mayor las aportaciones de esas mismas administraciones en las inversiones de infraestructuras e incluso en las sanitarias. Sería, por lo tanto, rentable, además de saludable.
Es hora de asumir que el Estado (el conjunto de las administraciones) debe garantizar el derecho a un transporte que no perjudique a la salud de la ciudadanía, del mismo modo que debe garantizar el derecho a la educación y a la asistencia sanitaria. Y, quede para otro día, el derecho a la vivienda.