Barcelona es una ciudad de más de un millar de personas que malviven en chablolas, según las últimas estadísticas. Ubicadas en solares y edificios abandonados, se suman a las dos mil que deambulan por las calles sin un techo bajo el que dormir. Y la tasa de riesgo de pobreza crece en Cataluña desde 2004 y alcanza su máximo histórico con más del veinte por ciento. Francisco Candel ya lo describió en sus libros Donde la ciudad cambia su nombre (1957) y La nova pobresa (1989). El primero molestó al Ayuntamiento de la dictadura. Y el segundo a la izquierda de diseño que gobernó la Barcelona guapa preolímpica.

Aquellas miserias estaban en las afueras y en sitios de leyenda negra como Can Tunis o Somorrostro. Saltadas las fronteras, la pobreza extrema ya está en todos los distritos. Y todo lo que en las sociedades avanzadas se llama Cuarto Mundo, en la Barcelona de Colau es un quinto mundo oculto con humo mediático y un muro de silencio. Quizá porque Hemingway sentenció que de la estética de la miseria no sale nada bueno. O porque la realidad y los datos desnudan las vergüenzas y fracasos de la activista que prometió mejorar la ciudad y la ha empeorado y empobrecido.

Se calcula que en los llamados “asentamientos ilegales” hay más de doscientos niños y adolescentes. Aunque están con sus familias, sus condiciones de vida son mucho peores que las de los menas acogidos en centros más o menos dignos. Su situación es tan grave que la asociación Amics del Quart Món ha denunciado ante las Naciones Unidas que estos menores carecen de derechos básicos. Casi todos analfabetos, sus mayores se dedican a la mendicidad, a la recogida de chatarra y cartón, al menudeo de drogas o al pequeño delito.

Son rumanos, subsaharianos y galaico-portugueses. Y se les suman los delincuentes habituales que se refugian en los asentamientos de Poblenou cuando la policía presiona en Ciutat Vella y Barceloneta. Las cifras de los servicios sociales y entidades solidarias no son fiables. Porque cada vez hay más, cambian de lugar con frecuencia, son más volátiles y muchos que eran itinerantes se han afincado en Barcelona a causa del efecto llamada y de la tolerancia con los manteros y los okupas.

Ninguno se enseña a turistas y forasteros. Los medios de comunicación convencionales y los oficiales los evitan porque resultan  desagradables y delatan mentiras e hipocresías. Como prometer mucha vivienda social y construir menos que nunca. O que se acabará con los desahucios y desalojos pero cada vez hay más. O no aceptar a chabolistas en lista de espera de techo social porque no tienen papeles. Fruto de un buenismo malentendido por ignorancia y desconocimiento de causa, la delincuencia, el tráfico o la Meridiana desvían el foco informativo de la Barcelona más desoladora. Las televisiones ofrecen imágenes lejanas de campos de refugiados, favelas y hambres en el mundo. Parecen lo que hay detrás de los hoteles de lujo cerca del mar del quinto mundo.