Quienes siguieron más o menos de cerca las negociaciones para que Ada Colau acabara pactando con los socialistas en vez de con ERC, al tiempo que se conseguía que Núria Marín presidiera la Diputación de Barcelona, saben que hubo un personaje clave para ello: Salvador Illa. No sólo tenía (tiene) el talante de un buen negociador, tenía además el conocimiento del medio: había trabajado en el Ayuntamiento de Barcelona y había sido también alcalde metropolitano en La Roca del Vallès. Con esos mimbres y el apoyo de Manuel Valls, Colau se hizo con la alcaldía y con un equipo de gobierno procedente de la vieja guardia socialista que ya conocía las entrañas del consistorio. De hecho, si se atiende a presencia pública, es evidente que la vara de mando la lleva Colau, pero si se observa el trabajo soterrado del día a día, el verdadero alcalde de Barcelona viene a ser Jaume Collboni. Y, si bien se mira, los asuntos importantes (el transporte, por ejemplo, que afecta cada día a todos; la Guardia Urbana y la actividad económica) no están en manos de los comunes sino de los socialistas, más propensos a la gestión.

Tras las últimas elecciones generales, Illa pasó al gobierno central para hacerse cargo de la cartera más anodina y con menos competencias. Su misión no era acometer los retos de una sanidad transferida casi totalmente a las comunidades autónomas, sino hacerse cargo de las negociaciones con los independentistas con vistas a bajar la temperatura. Y hacerlo, sobre todo, con tacto, cosa harto difícil con histriones de la talla de Joaquim Torra. Algunas voces habían pedido que esa labor se hiciera desde el Ministerio de Política Territorial, cuyo titular es la canaria Carolina Darias, pero Pedro Sánchez y Miquel Iceta creyeron que sería más discreto encargar el trabajo a Illa, cuya presencia en Barcelona no llamaría la atención y que podría hacerlo  desde un Ministerio de Sanidad con poco trabajo. No contaban con el virus que acabó apartando a Illa de esas tareas.

Los socialistas eran conscientes de que cualquier movimiento pactista sería interpretado por los separatistas más enrabietados como una traición. De hecho, ya Ada Colau tuvo que sufrir los insultos en el paseíllo por la plaza de Sant Jaume que siguió a su investidura y estos días se ha visto cómo un sector del independentismo arremetía en las redes contra ella al considerar que todo lo que no sea vasallaje es villanía.

La presencia de los comunes (Podemos mediante) en el Gobierno central y en puestos relevantes del Congreso ha hecho que Colau haya podido prescindir de una vez del lazo amarillo y otras zarandajas y se haya atrevido (por voluntad propia u obligada por las circunstancias) a discrepar de Torra, entre otros motivos porque la gestión del Gobierno catalán ha sido peor que ineficaz, con especial incidencia negativa en las residencias barcelonesas.

Y el independentismo, que al principio de la crisis provocada por la pandemia pretendió azuzar el discurso de la diferencia, se ha ido viendo relegado. De ahí que ahora intente recuperarse y volver a las trincheras. Dispone de malos mimbres, porque su gestión en Igualada y en los geriátricos ha sido lamentable. Pero también porque la distancia que han marcado los comunes ha contribuido a hundir uno de sus principales mantras: el supuesto 80% que les seguía. Añádanse las rencillas entre ERC y los del 3% y el resultado es que el suflé independentista va perdiendo fuerza. De ahí que hayan tocado a rebato para romper cualquier vía de diálogo. Torra lo tiene claro: hay que hundir a Colau y a Illa, que, encima, es catalán, es decir, un traidor de primera. Que Barcelona y Cataluña se vayan también al carajo es un asunto menor. Tiempo habrá de inventar responsables de lo que sea y descubrir que proceden de más allá del Ebro y de encargar a los muchachos de la CUP (esos que votan lo mismo que Vox) que extiendan los infundios. Como siempre. Aunque el enemigo exterior haya nacido en La Roca.