Cuando estalló la crisis financiera de 2008 Barcelona tenía 52.000 plazas hoteleras. Ahora, el coronavirus nos ha pillado con 82.000, el 60% más. Un dato significativo de un desarrollo irracional de la industria turística y de la necesidad de aplicar ciertos criterios de ordenación. El boom inmobiliario nos estalló en la cara, y no aprendimos; ahora tenemos todos los números para que también ocurra con el turístico.
En estos momentos, toda Europa prepara planes para reactivar la economía y en especial los sectores más afectados por la pandemia. Las voces más sensatas alertan de la necesidad de poner en marcha ayudas que estén ligadas al cumplimiento de los planes estratégicos de la propia Unión Europea. En el caso de las compañías aéreas, por ejemplo, se trataría de rescatarlas, si, pero orientándolas a los objetivos medioambientales y de sostenibilidad que persigue la UE.
Ese planteamiento global es aplicable a Barcelona desde la perspectiva local. Y la ciudad debería entenderlo como una oportunidad. Los gremios, sindicatos y patronales reclaman apoyos de la Administración, lógicamente. Pero aún no se les ha oído ni una sola propuesta, ni una idea de cara al futuro.
Todo el mundo anda preocupado por lo que ocurrirá en esta ciudad, cuya economía depende en más de un 10% de la actividad turística. El ayuntamiento, con buen criterio aunque algo optimista, entiende que tendrá que pasar más de un año para que el sector recupere el pulso. Mientras tanto, ha sugerido la reconversión de los inmuebles que se vacíen para albergar otras actividades capaces de absorber al menos una parte de los 100.000 empleos que se van a perder.
Mientras tanto, los hoteleros se llevan las manos a la cabeza porque los fondos de inversión –buitres y normales-- han empezado a husmear los edificios ociosos. Pero ellos solo hablan de la ampliación de los ERTE, de las ayudas y del precio de los créditos, además claro está de los errores de las medidas de protección del virus.
Hace unos días, El País publicaba un reportaje sobre la cuestión elaborado en base a entrevistas con representantes de todo tipo de lobbys locales. Solo una de las encuestadas se refería a la crisis como una oportunidad para trabar un modelo turístico más sostenible y enfocado a un visitante cultural y de negocio, que gasta más y es más respetuoso con el entorno.
Marian Muro, directora de Turisme Barcelona --y madre de la tasa turística en Cataluña--, con experiencia en el sector público y el privado, apunta una línea de trabajo para favorecer, por ejemplo, la creación de más comercios independientes en Ciutat Vella, donde el consistorio calcula que los efectos económicos de la pandemia serán devastadores. También es partidaria de rechazar abiertamente cierto tipo de productos, como las despedidas de solteros.
Esperemos que las cosas vayan por ahí. El miércoles pasado se celebró la primera reunión de la mesa de economía del Pacto por Barcelona, un proceso con el que se tratan de sentar las bases de la superación de la crisis provocada por la pandemia. Sus objetivos, según quedó reflejado en el acta de constitución, pasan por la recuperación del tejido económico local, la protección del comercio de la ciudad y la “reactivación de la economía del visitante”, que es la forma moderna de referirse a un nuevo concepto del turismo en el que los austriacos son pioneros.
Va en la línea de hacer llegar los beneficios del turismo a toda la ciudad, limitar su impacto medioambiental y, en definitiva, hacerlo más compatible con la vida de quienes los sufren; los barceloneses, en este caso. El primer paso consiste en estudiarlo a fondo en todas sus variables para a continuación darle el trato de industria estratégica que se merece.