El jueves pasado se manifestaron en Barcelona diversos colectivos para reclamar que se limite de una vez la ocupación masiva de las calles por los vehículos contaminantes. No todos los vehículos, sólo los que contaminan de una forma excesiva. Era una manifestación que pedía una cosa simple: que se cumpla la ley. Días antes, el Ayuntamiento había anunciado una moratoria que autorizaba a seguir circulando con los coches tóxicos. La excusa es que si se limita su presencia se podrían ver afectados algunos puestos de trabajo. También se quedan sin trabajo los carteristas cuando la policía dificulta sus actividades y, de momento, el consistorio no ha utilizado ese argumento para frenar la acción policial. Vale la pena recordarlo: robar carteras está tan prohibido como circular contaminando. Si no parece justo, hay que cambiar las normas, no dejar de hacerlas cumplir.
La actitud del consistorio que preside Ada Colau no es nueva ni la tiene en exclusiva. En realidad, buena parte de la izquierda purga su mala conciencia ignorando las leyes que, en el fondo, considera siempre represivas. Es cierto que hay desigualdades sociales y también que quienes tienen coches contaminantes, en general, son los menos favorecidos económicamente. Pero que la ciudad se llene de dióxido de carbono y otras partículas nocivas no soluciona la vida a los pobres: se la acorta. Milán lo ha entendido y ha diseñado un plan para reducir el transporte privado. Barcelona también: pinta trozos de calles y pone vallas más de quita que de pon.
José Luis Giménez Frontín, fallecido en 2008, es conocido por su faceta de escritor y crítico literario. Durante unos meses ejerció de juez sustituto. Al terminar la etapa comentaba su sorpresa por haberse dado cuenta de que las leyes tienen muy presentes a los acusados, los fiscales, los abogados y los jueces, pero ignoran a las víctimas. El ordenamiento jurídico sospecha de ellas, hasta el punto que tienen que demostrar incluso que lo son y que han padecido el delito que denuncian. Cualquier retraso en la denuncia puede dar al traste con su versión. Y, hasta hace cuatro días, las mujeres violadas tenían que revivir el calvario en presencia de su violador, que contaba con muchas más garantías que ellas.
Lo que ha hecho el Ayuntamiento de Barcelona al anunciar una moratoria (otra) para los vehículos contaminantes es ponerse del lado del delincuente e ignorar a las víctimas. Porque la contaminación tiene consecuencias directas sobre la salud de los barceloneses: les machaca los pulmones y, a medio plazo, los mata. A todos, y sobre todo a los ciclistas, especie supuestamente protegida, obligada a circular respirando a todo pulmón por el ejercicio y tragando así más porquería.
El fin del confinamiento está siendo un desastre para el ciudadano que había podido respirar aire limpio unas semanas. Es cierto que el consistorio ha proyectado una serie de medidas supuestamente destinadas a evitar que el coche sea el dueño del espacio público. Pero una cosa es pintar de amarillo trozos de calzada y otra hacer que se respeten. Buena parte de esos espacios se han convertido en zona de carga y descarga para los transportistas.
Los repartidores son unos de los grandes perjudicados por la organización del tráfico de la ciudad. No disponen apenas de zonas de carga y descarga (9.575 para toda la ciudad) y, en la medida en que la mayoría son autónomos (verdaderos o falsos), se ven obligados a trabajar contra reloj. Aparcan donde ven un hueco y las zonas pintadas de amarillo son tan golosas como los carriles-bici. El tiempo les apremia. Con frecuencia se da el caso de supermercados que disponen de diques de descarga dentro del edificio pero los camiones aparcan en la calle (las más de las veces en un carril para autobuses) para ganar tiempo. Otras empresas ni siquiera se han planteado la necesidad de espacio para la carga. ¿Para qué si el consistorio permite ocupar el que debiera ser de todos?
Barcelona es así: tiene una buena regulación contra los ruidos, pero apenas se aplica. Hace una norma contra la contaminación y se olvida de ella o la aplaza y la vuelve a aplazar.
El resultado es que hay víctimas: ciudadanos que generarán un enfisema sin ser fumadores y personas que tropiezan con furgonetas que ocupan las aceras. Los motivos son comprensibles, el resultado es inaceptable. Pero lo verdaderamente condenable es que haya unas autoridades que hagan normas y más normas sin la voluntad de hacerlas cumplir. Si Barcelona puede ser la selva, al menos que no te puedan multar por comportarte salvajemente. Claro que igual esta propuesta (tan cercana a la práctica municipal) es una salvajada.