En L'Hospitalet del Llobregat proliferan los contagios, probablemente porque hay gente que hace lo que le da la gana y no pasa nada. Lo de Lleida es de opereta, que sería bufa de no ser dramática, con Torra en el papel cómico. Detrás de las dos situaciones hay lo mismo: normas que están hechas para que las cumplan sólo los hombres y mujeres de buena voluntad. Más que normas son recomendaciones. A los vivalavirgen no les afectan. En Barcelona ocurre otro tanto en no pocos ámbitos: las playas se llenan y el Ayuntamiento hace como que se enfada y amenaza con tomar medidas que, por supuesto, no toma. Y quien dice las playas, dice el tráfico: pinta montones de tramos de calles, supuestamente para que los usen los peatones, pero por allí circulan las máquinas (motos, bicis y patinetes), expulsando al personal de a pie. No pasa nada. Nunca pasa nada, hasta que pasa, claro.
España es un país católico (al menos, fiscalmente), y en los países católicos, hay una autoridad que sabe y, por lo tanto, dice lo que hay que hacer. Por eso las biblias católicas llevan notas a pie de página, porque se da por sentado que el individuo por sí solo es incapaz de entender las cosas. Los protestantes, en cambio, creen en la libre interpretación de las Escrituras (las biblias protestantes no tienen notas explicativas) y de las normas de convivencia. Se establece el criterio de comportamiento y la gente lo interpreta y se da por sentado que lo interpreta bien. De modo que si uno hace lo que no debe tendrá motivos para arrepentirse. En lo civil y en lo espiritual (sea eso lo que sea).
En L'Hospitalet había el otro día dos sabihondos sin mascarilla en medio de una plaza, campando a sus anchas. Se les advirtió que lo que hacían estaba mal y podía perjudicar a otras personas y les importó un pimiento. Por suerte para ellos no les ha ocurrido (que se sepa) como a ese listillo de Texas que decía que lo del virus era un cuento (¿chino?) hasta que se contagió y la palmó. Antes de expirar se arrepintió de su osadía, pero ya era tarde. Porque el problema no es que un tonto se contagie, es que los tontos también contagian. A los dos tontos de L'Hospitalet fueron a decirles algo los agentes cívicos, una forma como otra cualquiera de perder el tiempo y el dinero del contribuyente. Porque los que tenían que ir eran los Mossos que tienen autoridad (o la tenían antes de que Miquel Buch se metiera en el asunto). Pero no hay mossos suficientes. Tampoco hay rastreadores suficientes que permitan un seguimiento eficaz en los procesos de contagio. Y, por supuesto, no hay médicos ni enfermeras ni camas de hospital suficientes. De modo que todo consiste en hacer normas inútiles. Y luego quejarse de la propia inutilidad atribuyendo las culpas a otro. Eso sí lo hace bien el Gobierno catalán. Tanto que, tras votar siempre que no a la declaración de alarma que permitía los confinamientos, ahora decide aplicarla él mismo, pese a carecer de competencias.
Pero si no hay dinero para lo más necesario, ¿en qué se está gastando Quim Torra la pasta? Ni siquiera cabe pensar que en prostitutas, porque la pandemia dejó este negocio bajo mínimos. ¿Se lo estará llevando todo a Waterloo? ¿Habrá encargado que lo gestione Jordi Pujol, en Andorra? Claro que igual destinan el dinero a contratar profesores de catalán en TVres (la t se ha hecho perfectamente inútil), donde por lo visto la gente usa únicamente una de las lenguas de Boscán y Josep Pla: la castellana, según ha descubierto la consejera de Cultura.
Para entender lo que ocurre quizás valga una anécdota que cuenta Jordi Llovet en su último libro (Els mestres). Fue un día a ver a Martí de Riquer y éste le dijo: “Fíjate, el Instituto (d’Estudis Catalans) ha aceptado la palabra “guapo”, que hay muy pocos, y no ha incluido la palabra “tonto”, de lo que el mundo está lleno”.