Barcelona y Cataluña se preparan para reabrir las escuelas. Y se produce una gran polémica porque el Gobierno catalán no ha contratado nuevos maestros ni profesores; no dispone, en general, de un mayor número de aulas; no tiene proyectado reducir el número de alumnos por clase. Es decir, que mantener lo que los sanitarios llaman distancia de seguridad frente al contagio va a resultar peliagudo. Y a todo ello habrá que añadir, en la ciudad de Barcelona, un problema más: el transporte escolar. Porque para que los niños mantuvieran las distancias en los autocares harían falta más vehículos y, seguramente, monitores suficientes en cada uno de ellos. Será difícil que esto ocurra por una razón muy simple: en teoría, el transporte escolar no existe en Barcelona. A lo sumo lo pueden tener las escuelas absolutamente privadas, sin ningún curso ni nivel de estudios concertado. Porque lo que dice la ley es que los niños deben matricularse por el criterio de proximidad al centro escolar. En las aldeas con escasa población, en las que se traslada a los niños a otro pueblo, se comprende que haya transporte. En la ciudad, según la ley, apenas debería haberlo. Y aún en los casos justificados, habrá que ver también cómo se cumple el mantenimiento de las distancias.
En este sector (el de la escuela concertada de doctrina católica) hay muchos centros que, desde hace tiempo, siguen las instrucciones de Quim Torra y se pasan las leyes por el forro. Incluso las leyes catalanas, que a la hora de ganar dinero para dios ni curas ni frailes hacen distingos. Es evidente que la densa concentración de escuelas en la zona alta de Barcelona, prácticamente todas concertadas y muchas religiosas, no responde a que en esos barrios se haya producido una eclosión de nacimientos y residan muchos más niños que en ningún otro punto de la ciudad. Esos colegios, contraviniendo la ley, se nutren de escolares que viven diseminados por toda Barcelona, de ahí que necesiten un medio de transporte para ir y volver de la escuela situada en Sarrià o Pedralbes hasta la casa ubicada en cualquier punto de Balmes, Aragón, Sagrada Familia o en la Villa Olímpica.
Es evidente que a los Jesuitas de Sarrià van muy pocos hijos de inmigrantes y eso que ese centro no es de los que tiene como criterio de admisión ser hijo de antiguo alumno, lo que dejaría en inferioridad de condiciones a los recién llegados de Bolivia o de Marruecos. Un criterio que nadie en su sano juicio pensaría que busque, precisamente, dejar fuera a los hijos de inmigrantes. Eso sí, en cuanto que el actual Gobierno ha sugerido que si hay poco dinero habrá que priorizar la enseñanza pública, la de todos, se han alzado las voces liberales (Vox, PP y Ciudadanos) para afirmar que se trata de un ataque contra la libertad de creencias y libertad de elección de centro. Como si los pobres pudieran elegir ir a los centros de pago, que no pueden serlo si tienen concierto, pero cobran igual. Pero este es el país de los Torra y (en su día) Ada Colau, y no se reconoce más ley que la del embudo: lo ancho para mí, lo estrecho para el mundo. Sobre todo para ese mundo lleno de pobres que lo son por su mala cabeza.
En un libro recientemente editado, Fidelidad a Grecia, Emilio Lledó escribe: “La educación, en manos de intereses privados, ha tenido origen en la aceptación de un hecho tan poco democrático como el reconocimiento y asentamiento en la desigualdad” y por si no quedara claro, lo remata: “Suena grotesco el lema de la libertad de los padres para elegir la escuela de sus hijos, cuando esa elección es, sobre todo, una manifestación de clasismo, de diferencias económicas, ocultada bajo ese demagógico grito de una vana y falsificada libertad”.
Una expresión clara de ese clasismo son los autocares escolares que dentro de unos días empezarán a circular por Barcelona llevando y trayendo niños desde su casa al centro más cercano, manteniendo las distancias para evitar contagios (o tal vez sea que, como señalan las estadísticas, se contagian más los pobres). Todo como manda la ley (del más rico).