En las últimas semanas las administraciones, todas, han anunciado la reactivación de diversos proyectos. Por ejemplo, las obras de la estación de Sagrera, los accesos ferroviarios al puerto, la conexión también ferroviaria con el aeropuerto, la construcción de vivienda pública en la ciudad de Barcelona. No son proyectos nuevos. Todos tienen años y, en algunos casos, décadas. Y no son los únicos anunciados en su día y paralizados luego. Ahí están, sin ir más lejos, las obras paradas del tramo central de la línea 9 del metro; la prolongación de los Ferrocarriles de la Generalitat desde plaza de España a Gràcia y Glòries; las ampliaciones de aceras en la mitad de la avenida de Madrid o la reconversión semipeatonal de La Rambla, el desdoblamiento de la línea de Renfe entre Barcelona y, por lo menos, La Garriga. Son todo proyectos útiles para tiempos electorales y que pasan luego al baúl de los recuerdos hasta la próxima ocasión en que haya que hacer promesas. Con el agravante de que, en algunos casos, cuando se pueda asumir la obra los cambios en la sociedad tal vez la habrán convertido en inútil.
Todos estos proyectos públicos presentan un problema serio: carecen, en general, de presupuesto, de modo que su realización queda pendiente de que la coyuntura sea favorable. Incluso muy favorable. A veces hay una partida presupuestaria, pero sólo a efectos publicitarios. No es nada nuevo. En las legislaturas de Aznar, con el entusiasta apoyo de CiU en los primeros años, el PP admitía siempre una enmienda de los convergentes a los Presupuestos. En ella se incluían diversas obras a realizar en Cataluña, por ejemplo, el desdoblamiento de la Nacional II en la provincia de Girona (que sigue pendiente). Esto permitía al pujolismo dar el voto a los populares. Era tan evidente que todo resultaba puro teatro, que la misma enmienda se presentó en más de una ocasión, sin que los pujolistas tuvieran nunca la tentación de preguntar sobre el incumplimiento de años anteriores.
De los proyectos de los que ahora se habla, el único que no depende exclusivamente del erario público es la reconversión de la zona aledaña a la estación de Sagrera, ya que todas las administraciones confían en poder especular con el suelo colindante, de propiedad pública, para pagar parte de las obras. Es, de todas formas, un proyecto tan antiguo que fue pactado y aprobado en el primer mandato de Joan Clos, aunque es de los pocos en los que se ha ido haciendo algo, entre otros motivos porque allí ya hay vías y era imprescindible mantenerlas o mejorarlas. Lo que será difícil es que cuaje el sueño del entonces alcalde: que la estación fuera una obra de Frank Ghery. Y eso que el diseño existe. En un papel hay un dibujo de un rascacielos que se llamaría El velo de la novia.
Los ciudadanos saben bien que una cosa es predicar y otra dar trigo; que una cosa es prometer y otra cumplir. De ahí que, hoy por hoy, no haya nadie esperando el tranvía en el centro de la Diagonal, confiando en la palabra de Ada Colau sobre la inmediatez de la conexión de los dos tranvías existentes. Tampoco nadie confía en que el Gobierno catalán termine las obras de la línea 9 del metro, la última, por cierto, de las adjudicadas con Jordi Pujol como presidente, hay quien cree que por un tres por ciento de motivación. Pura metáfora de una Barcelona inacabada por mala administración.
Pero prometer (incluso una República catalana) y luego no cumplir es gratis. Hubo un concejal en Nou Barris que proyectó y anunció la depresión de la Meridiana entre Fabra i Puig y el nudo de la Trinidad, de modo que se redujera el ruido que maltrata a los residentes de la zona. Nunca nadie en el consistorio creyó en aquel proyecto faraónico, pero tampoco se le desmintió. ¿Para qué? No es el único anuncio sorprendente. En el programa electoral de un tal Artur Mas figuraba el compromiso de alargar la vida media de los catalanes. Es de suponer que a través de los recortes en sanidad y de la potenciación de los centros sanitarios privados en detrimento de la medicina pública. ¡Eso sí que les salió bien! Los beneficiados por Boi Ruiz se aprovechan hasta de la pandemia. Los muertos no importan, sólo cuentan para la estadística.