La pandemia es un desastre sin paliativos. Dicho esto, se pueden apreciar algunas de sus consecuencias. La primera, el hundimiento de una economía en precario: la del sector turístico. Buena parte de su mano de obra está mal pagada y dispone únicamente de contratos temporales. Y eso ocurre tanto en algunas cadenas hoteleras como en tiendecillas en las que se puede encontrar mucho souvenir tópico de casi todo el mundo y menos recuerdos interesantes y con valor añadido de la propia ciudad de Barcelona. Y es que hasta la llegada del virus, el mundo se había hecho más pequeño y muy parecido en todas partes. Casi ni valía la pena viajar para ver lo mismo o, como se puede leer en una tienda de Éfeso: “Aquí se venden falsificaciones auténticas”.

En estos tiempos sufre todo el comercio, pero sobrevive mejor el del de proximidad, incluso ahora cuando cualquiera puede andar por toda Barcelona y acudir a comprar al mercado que prefiera. Hasta se puede ir a la Boqueria, cosa que no ocurría desde hace años, porque era territorio colonizado por un ejército extranjero armado de cámaras y móviles.

Se hunden los chiringuitos de la Rambla y decaen bares de a tropecientas la cerveza, al tiempo que entran en crisis algunos establecimientos del paseo de Gràcia o del entorno de Sagrada Família. Allá se las compongan los propietarios que apostaron al dinero rápido con servicios de calidad dudosa. Mejor será que dejen paso a empresarios que sean capaces de mirar a largo plazo, de buscar al cliente y fidelizarlo en lugar de expulsarlo para que deje sitio a un guiri al que se puede explotar porque tampoco va a volver.

Frente a esa Rambla desolada y ahora casi vacía, frente a ese paseo de Gràcia para cruceristas que ya no llegan, resisten los ejes comerciales: Sants, Mayor de Gràcia, Maragall, Sant Andreu, el entorno de mercados de barrio como Santa Catalina o San Antonio, Virrey Amat o Collblanc, ya en Hospitalet. Espacios de ciudad para la ciudad. Sus propietarios no se hacían de oro pero han vivido bien atendiendo a una clientela constante que sigue acudiendo ahora, cuando en otras zonas van mal dadas y la lejanía es un peligro amenazante.

Se trata de un modelo de pequeño negocio que se da en todas las ciudades y que tiene una característica que le aleja del proyecto especulador. En general, sus dueños no trabajan prioritariamente a golpe de crédito y no pocos de ellos tratan de hacerse con el local para evitar unos alquileres que en los últimos tiempos se habían disparado arrastrando tras de sí muchos otros precios, entre ellos el de la vivienda para residentes.

Esta espiral de precios sólo tenía como beneficiarios a la banca y a los fondos buitre, detrás de los cuales, en no pocos casos hay también bancos.

De modo que esta crisis ha empezado por pinchar la burbuja del alquiler desmedido. Si cierran algunos comercios y muchos locales quedan vacíos, valdrá la pena plantearse si todos los bajos del universo barcelonés tienen que estar dedicados a negocios o si algunos pueden ser reciclados a vivienda o a servicios comunitarios del bloque.

Una de las cosas que la pandemia y el confinamiento han dejado claras es la baja calidad de no pocos pisos, faltos de espacio vital y luz y ventilación. Una de las formas de ganar espacio en la vivienda es liberarla de algunas funciones. No hay que ir muy lejos para comprobar que en muchas poblaciones la planta baja acoge lavadoras y secadoras, individuales o comunitarias, incluso trasteros, evitando que estos elementos ocupen espacio en pisos no excesivamente grandes. Serían lugares idóneos para dejar las bicicletas sin tener que subirlas varios pisos. Si es que se quiere potenciar la bicicleta.

Del mismo modo que el turismo resultó, al final, una plaga de consecuencias nefastas, vale la pena aprovechar su ausencia para reorganizar la ciudad. No sólo hay que eliminar aparcamientos en calzada para que sean ocupados por terrazas que, si proliferan, acabarán siendo un foco de incomodidad por ruido cuando se recupere (si se recupera) una cierta normalidad. Vale la pena pensar en que la reorganización dé calidad de vida al ciudadano barcelonés. Esponjar la ciudad para que pierda densidad de residentes y de visitantes. Está bien que vuelvan los turistas, pero que no ocupen calles y plazas, bares y tiendas en detrimento del personal indígena, al que se pagan sueldos bajos y se le cobran alquileres altos con lo que, al final, se le aboca a la indigencia.