Xavier Trias, el antiguo alcalde convergente de Barcelona, contestó con esa escueta frase cuando se le preguntó en junio de 2015 --ya sabía que había sacado un concejal menos que Barcelona en Comú-- por la promesa de Ada Colau de acabar con su generosidad publicitaria en prensa, radio y televisión. Y tenía razón el hombre, porque si bien es verdad que de los 15,5 millones que el consistorio invirtió aquel año se pasó a los casi 10 millones de los dos ejercicios siguientes, la alcaldesa los ha seguido regando con esplendidez. En general, porque intenta que le traten bien, aunque hay que distinguir entre los medios que le son afines y que reciben por proximidad ideológica, al margen de su difusión, y a los que teme, los de mayor influencia. Tengo la impresión de que Trias estaba pensando en los segundos cuando insinuaba que Colau no se atrevería a cerrar el grifo.
La activista había denunciado en su primera campaña que el ayuntamiento canalizaba publicidad a través de empresas públicas como BSM o Barcelona Activa para escapar del control del gasto, pero ella aprendió enseguida a utilizar esos canales opacos, como hizo con la propaganda de su gestión por barrios en vísperas de los comicios de 2019. En definitiva, lo que ha hecho Colau en este capítulo es algo diferente de la etapa anterior, pero no tanto en lo que se refiere a las cantidades gastadas, nada distinto en el trato preferente a los grandes grupos –Godó y Zeta (hoy Prensa Ibérica)-- y bastante opuesto, eso sí, en el cuidado a los medios cercanos ideológicamente, donde destacan los casos de Ara o TimeOut.
Pero lo que más distingue la gestión de este capítulo en las dos etapas es el concepto que ambos políticos tienen de los medios. Trias, un pediatra curtido en todo tipo de batallas, incluidas las consejerías de Presidencia y Salud, de la que salió muy prestigiado, presionaba hasta donde le permitía la buena educación, más allá de las distancias políticas.
Colau es diferente: adhesión o sumisión, sin alternativa. Poco antes de la campaña de 2019 se hizo youtuber, y en uno de sus primeros vídeos a la vez que usaba expresiones del estilo de “gente superpower” le indicaba a La Vanguardia qué debería destacar en sus portadas. No le gustó que el diario al que ella dedica tanto dinero (público) hubiera recogido que el último pleno de la legislatura la había reprobado y, sin embargo, no se hiciera eco de la aprobación de su iniciativa de un servicio odontológico “un 40% más barato de la media”, algo que consideraba un hito mundial. Una vocación frustrada de redactor jefe digna del Jordi Pujol de sus mejores tiempos.
En ese marco mental se inscribe la andanada contra la prensa crítica con que la alcaldesa despidió el año en Facebook. Trata de vincular a los medios desafectos a su causa a los ataques personales de que es objeto en las redes sociales. Decir que nuestras críticas dan pie a esos comportamientos sería ya de por sí el paso previo a la censura, pero es que la alcaldesa va más allá y nos acusa de orquestar esos insultos. ¿Para qué íbamos a hacer eso; con qué objetivo? ¿Para destruirla?
Eso lo hace ella sola sin ayudas externas. La periodista Esperanza Escribano entrevistó en mayo de 2015 a la entonces poco conocida candidata. “Es difícil encontrar a alguien que hable mal de ti”, empezaba el interrogatorio de BCNMÉS. “Me voy a sonrojar”, replicaba candorosamente la activista. Hoy sería imposible escribir esa entradilla, pero no creo que se deba a las críticas recibidas, sino a sus cinco años largos de gestión.