Ada Colau ha perdido la paciencia con la gentuza que escribimos en Metrópoli Abierta y Crónica Global y nos ha señalado públicamente con el dedo desde su cuenta de Facebook. Yo creía que a alcalde (o a alcaldesa) se venía llorado (o llorada) de casa y que se entendía que la crítica a su gestión era algo que debía aceptarse con resignación cristiana o espíritu democrático, pero es evidente que la señora Colau no es de la misma opinión: esta mujer solo está dispuesta a recibir alabanzas y ve conspiraciones donde no las hay. Según ella -que nos mete en el mismo saco que al OK Diario del inefable Eduardo Inda-, somos una cuadrilla de energúmenos de extrema derecha empeñados en ponerla verde obedeciendo una agenda oculta que pretende desalojarla del ayuntamiento por cualquier medio. Negada para la autocrítica, considera que todo lo que hace está bien y que ponerlo en duda es hacerle el juego a la derecha. Para esa izquierda que se ha llenado de idiotas durante los últimos años -se ruega a los señores Semprún y Solé Tura que resuciten-, todo lo que no sea bailarles el agua es hacerle el juego a la derecha. Por consiguiente, en lo que respecta a su gestión, solo admiten el aplauso o, a lo sumo, un discreto silencio. Lamentablemente, ambas cosas hay que ganárselas, y ahí es donde Ada Colau no hace los deberes.

Yo diría que uno tiene derecho a protestar si no le gusta el “urbanismo táctico” de los comunes (y a insinuar que, tal vez, los bloques de hormigón en la calzada no son lo mejor para los motoristas, como se pudo comprobar hace poco cuando falleció uno de ellos en pleno Eixample). Yo diría que uno tiene derecho a denunciar el nepotismo de cualquier administración, que en el caso de los comunes se manifiesta en la gran cantidad de “seres queridos” colocados a dedo en ella y en las subvenciones, también del modelo dedazo, que se reparten entre extrañas asociaciones que suelen estar dirigidas por miembros del partido (para facilitar el reparto del dinero entre los amiguetes, casi todas ellas se concentran en un mismo edificio de la calle Caspe). Yo diría que uno tiene derecho a quejarse de que la alcaldesa de Barcelona se pase la vida tratando inútilmente de congraciarse con los lazis, llegando al extremo -con el apoyo de Jaume Collboni en condición de felpudo- de protestar por ese supuesto 25% de clases en español que ha impuesto la judicatura. Yo diría que uno tiene derecho a quejarse de esa cruzada absurda contra el coche, sobre todo cuando no se consigue (si es que se intenta) pacificar las aceras, en las que sus legítimos usuarios, los peatones, tienen que pasarse el día esquivando a ciclistas y patinadores. Yo creo que uno tiene derecho a quejarse de que la ciudad aparezca llena de carteles pro-okupación que nadie sabe cómo han llegado hasta las marquesinas, pero éstas han sido abiertas con llave, no a las bravas. Yo creo que uno tiene derecho a quejarse de muchas cosas de la administración Colau sin que le caiga el sambenito de pertenecer a la extrema derecha.

Ya lo sabemos a partir de ahora. Si algo no nos gusta de las actividades de los comunes es porque somos votantes de Vox. No teníamos esa impresión, pero si Ada Colau, que comparte con el Papa el don de la infalibilidad, lo dice, por algo será. ¡Fachas, que somos unos fachas!