Las generalizaciones son, casi siempre, falsas. Incluso aquella de que “todos los cisnes son blancos” quedó hecha unos zorros cuando se descubrieron cisnes negros. Hoy la expresión “cisne negro”, popularizada por Nassim Taleb, se utiliza para referirse a sucesos no previstos que, retrospectivamente, pueden ser explicados.
Hace unos días se presentó en el Liceu de Barcelona un cisne negro. Se llama Jordi Pujol. Es un defraudador confeso y los jueces creen tener indicios racionales de que, junto a otros miembros de su familia, formaba parte de una “trama criminal” organizada para enriquecerse a costa, incluso, del erario público. El erario público es el dinero que aportan los ciudadanos para financiar la sanidad, la educación y los servicios sociales. Lo curioso es que la dirección del Liceu –su presidente, Salvador Alemany– y su director –Valentí Oviedo– reaccionaron de forma no prevista. En vez de ignorar su presencia y permitir que los porteros le pidieran la entrada, como hubiera sido de recibo con cualquier buen ciudadano, salieron a su encuentro, lo agasajaron y lo acomodaron en el palco del Govern.
La explicación a tan insólita situación sólo puede hacerse retrospectivamente. Primera posibilidad: Alemany y Oviedo viven tan ensimismados en el mundo del arte que no se han enterado de que Pujol defraudaba a los catalanes, incluido el Liceu. La segunda sería que ambos fueran comprensivos y creyeran que el confinamiento perimetral decretado por el Govern había impedido a Pujol viajar hasta Andorra para sacar dinero del banco y pagar los boletos correspondientes. Cabe imaginar que Pujol no tiene tarjeta de crédito de un banco español porque, ¿quién le daría un crédito a un defraudador confeso? Una tercera interpretación sería que pensaran que Jordi Pujol merece ese tratamiento. Después de todo, son muchos los dirigentes políticos que han metido mano en la caja, pero pocos los que han tenido el valor y la honestidad de confesarlo.
Hay otra posibilidad, pero la razón tiende a rechazarla. Es evidente que la cultura puede jugar dos funciones en la sociedad. Uno, el que reivindican los muchos actores, actrices, directores y otros agentes culturales abocados a la penuria por la supresión de las actividades culturales durante la pandemia –para la que no hay dinero porque Pujol no pagaba impuestos–. Que la cultura puede convertirse en un elemento que proporciona conocimiento y, tal vez, voluntad para cambiar el mundo y reducir las injusticias, eso no ofrece la menor duda. Pero la cultura no siempre actúa así. En no pocas ocasiones se comporta como cómplice de los poderosos. No son pocos los historiadores dedicados a vender que la historia es como dice quien controla las becas y las ayudas a la investigación o a la edición. No son pocos los filósofos que han defendido que la función de la filosofía es convencer al mundo de que todo lo que se puede saber sobre él deriva de una verdad revelada que, mira por donde, sostiene que no cabe el derecho de rebelión frente a los poderes públicos.
Hay, además, varios tipos de cultura y no toda es consumida por el mismo tipo de ciudadano. El Liceu, por ejemplo, ofrece una cultura de élite escasamente propensa a difundir mensajes liberadores. Una cultura que se caracteriza, entre otras cosas, por el hecho de contar con profesionales muy bien pagados que de ningún modo están dispuestos a reducir sus emolumentos para democratizar y generalizar sus productos.
Estaría bien que los profesionales de la cultura, cuando reclamen ayudas, no generalizaran y reconocieran que también hay cisnes negros. En el teatro, en el cine, en la edición… y en el periodismo. Acaba de publicarse una excelente biografía de Walter Benjamin –judío alemán que murió en Portbou en 1940, huyendo de los nazis–. En cierto momento, sus autores –Howard Eiland y Michael W. Jennings– recuerdan que la ascensión de Hitler al poder supuso que se le cortaran las colaboraciones en prensa de las que vivía. “Los intelectuales son los primeros en ofrecer hecatombes a los opresores desde sus propios círculos, con tal de mantenerse a salvo ellos mismos”, escribió Benjamin a un amigo.
De modo que es cierto que la cultura es la base de la capacidad crítica. Pero sin generalizar. Algunos tienen vocación de lacayo. Y les va bien.